Lima.— La tierra en la que uno nace es una de esas cosas que nos acompañan toda la vida, igual que un nombre, un apodo, o una cicatriz. El hecho de haber abierto los ojos en este o aquel punto de la geografía mundial, puede resultar una bendición o un castigo. Está claro que no da igual un parto en París que en Kinshasa.
Para aquellos de nosotros que tenemos el honor, (y lo digo así, categóricamente), de tener una cédula de identidad en donde pone hecho en Cuba, —o lo que sea que diga el carné—, hay pocas cosas más grandes que la patria.
A más de 3000 kilómetros del barrio en el que se criaron, los cubanos que están de paso por Lima extrañan. Algunos, además de la novia, la madre, el hijo o la abuelita, extrañan el verano.
Además del lógico factor distancia, la capital de Perú no es por estos días lo que se dice muy calurosa con sus visitantes. No puede serlo cuando el termómetro marca 14 grados centígrados y la llovizna los hace lucir como si fueran diez.
Incluso con todo eso, también es cierto que de alguna forma esta urbe «vecina» del Océano Pacífico se las arregla para que uno se sienta a gusto, con todo y que estamos tan forrados de tela que parecemos momias caribeñas.
Identificados con el característico abrigo rojo y azul de la delegación, los miembros de la tropa antillana parecen estar marcados por un halo de atracción que hace saltar, para bien, las alarmas de los locales.
No pasa una sola cuadra sin que alguien detenga a nuestra gente para pedirle una foto, un autógrafo, o simplemente por el placer de saludar a un hijo de la Mayor de las Antillas. Ante tal muestra de admiración sin fundamento aparente, lo único que nos queda es responder con una sonrisa y acceder a sus pedidos.
No pocos de los colegas reporteros y camarógrafos hemos sido erróneamente asociados a algún deporte, aunque ni siquiera la respuesta negativa le ha robado el ánimo a los limeños. En el fondo les da igual que seamos más o menos famosos. Lo único que les interesa es que sepamos que aquí se nos quiere.
«Cuba, Cuba», gritan desde todos lados. Y de pronto uno siente una cosa que crece en el medio del pecho, toda grande como una ceiba. Eso, para el que no lo sepa, se llama orgullo.