Iban a cortar la cinta. El local lucía esplendoroso, lleno de colores nuevos, sillas livianas y adornos en el techo. La música amplificada hacía vibrar la calle, como señal de que, en efecto, después de numerosos cambios, la obra quedaría reabierta.
Los dependientes, ataviados para la ocasión con lazos en el cuello y mangas hasta las muñecas, se habían colocado en filas, a ambos lados, para la reapertura de la unidad.
De pronto, alguien ajeno al protocolo del acto musitó, a modo de pregunta: «¿Cuántas veces han reinaugurado esto?». Y la interrogante levantó una polvareda de respuestas dispersas e inexactas: desde alguien que llegó a decir con frialdad «dos» hasta un lanzador de hipérboles que elevó el número hasta la decena.
Lo cierto es que esa mañana la instalación fue reinaugurada por todo lo alto; hubo aplausos, felicitaciones a los constructores y exhortaciones a «cuidar esta hermosura». La incógnita de marras, sin embargo, quedó pendiendo de la vida del centro y tal vez también de otros sitios similares diseminados a lo largo de nuestra geografía.
Es que en tal pregunta late un problema no menor, digno de un análisis sin risas ni exageraciones. Porque una reapertura tal vez debiera llevar el emblema del laurel, si la vemos como una obra rescatada de la inactividad; pero si el acto de cortar la cinta se hace cíclico, pudiéramos conceptualizarlo como un continuo descalabro.
Surgen dos posibilidades cuando una obra se reinagura frecuentemente: o los trabajos constructivos fueron deficientes, o quienes debían conservarla —público y trabajadores— la descuidaron por completo.
La primera no resulta extraña en la cotidianidad, pues más de una vez hemos visto que pocas fechas después de la nueva inauguración la pared quedó descascarada o el techo nos enseñó que es un pésimo portero para la lluvia.
La segunda tampoco parece rara en nuestras vidas, punza tanto como la primera porque echa por tierra el llevado y traído «sentido de pertenencia» y pone en entredicho el concepto de propiedad colectiva, tantas veces defendido en nuestras teorizaciones.
¿Cuántas veces, por ejemplo, los baños del hospital más cercano han sido saqueados y desnudados a poco de una remodelación? ¿Cuántas veces en un local restaurado aparecieron enseguida las huellas de un zapato «44» en un muro o los letreros rupestres de «Yanquito y Yeislandry UPS?».
Al respecto un periodista recordó, en programa de un telecentro provincial, cómo en la taza sanitaria recién estrenada cierto acompañante de un enfermo clavó una cuña metálica, la cual fue imposible sacar sin romper el baño acabado de reparar.
Por fortuna todavía hay ejemplos de locales de larga vida, que se han mantenido «robustos» en su fisonomía y en sus servicios. Pero esos deberían ser regla y no excepción. ¿Cuál habrá sido su fórmula?, cabría indagar.
En todo caso la magia no existe, somos los hombres los que edificamos y rompemos, los que arreglamos y volvemos a afear; los que deberíamos preguntarnos si es positivo o pernicioso ver cortar la cinta por enésima vez.