Después de que esa criatura pequeñita que crece en nuestro vientre da la primera señal, y una siente que el amor tiene otro significado, y que amar va mucho más allá del cuerpo y la razón, entonces, todo cambia.
No por las consultas y los análisis, ni los malestares iniciales, el reposo obligatorio en no pocos casos, la alimentación sana, las visitas al obstetra y sus consecuentes exámenes, o los cálculos mágicos para que lo imprescindible esté cuando llegue la hora del alumbramiento. No. Todo eso es rutinario, normal, comprensible.
Lo que cambia a una es el miedo; ese que casi nunca se confiesa cuando una mujer es primeriza y, aunque tenga ya edad para ser madre, se pregunta muy internamente si estará lista, si lo sabrá hacer bien, si logrará ser esa «madre perfecta» en la cual, como alguien le auguró, ella se convertiría.
Y ahí va, tratando de cumplir con todo, con la dieta, con el peso al «kilo», con el dormir como los murciélagos (con los pies más altos que la cabeza), con la panza inmensa; y linda con ese vestido de flores, puntual a cada consulta que le indican, cargando a la criatura que ya no es tan pequeñita y con ese miedo que crece cada vez que piensa en la rutina diaria de una primeriza que pretende ser, desde ahora y para siempre, una madre perfecta.
Ha imaginado cómo serán sus días y escucha los horarios estratégicos de otras madres de mayor edad, más experimentadas en el arte «de criar muchachos sanos y fuertes»: dejar los pañales remojados en agua durante la noche («¡nunca desechables, por favor, que eso es de gente vaga!»); levantarse de madrugada a lavar para aprovechar el sueño del bebé; atender al marido como si nada hubiese sucedido (o como si nadie hubiese nacido) con tal de que no se sienta desplazado; correr de los cordeles al fogón y de ahí a la limpieza del piso y después al fregadero y después… y después…
Y después, cuando toca el tiempo del intento, ella empieza a darse cuenta de que está demasiado cansada, que el sueño la vence a ratos, que parece que ser perfecta es un poco complicado. Por suerte está el bebé, que tan solo reclama alimento, cuidado, cariño… Con eso le va bien, y hasta le devuelve sonrisitas y arrumacos.
No le ha hablado al marido de la pretendida perfección. Tampoco él le ha reclamado nada. Pero ella insiste, sin comprender todavía que ser la mejor madre del mundo —¡o del universo completo!— no tiene un instrumento científico con el que se pueda medir tal condición.
El «perfectómetro» innovado quizá lo use un día ese pequeño manipulador de sentimientos en el cual podrá convertirse el hijo cuando ella no cumpla con algún deseo repentino y, en medio de la perreta, le suelte: «¡Tú no me comprendes! ¡Voy a tener que buscarme otra mamá!».
Ahí mismo, delante de ese hombrecillo de tres años que para ella es lo más importante de su mundo, caerá de su pedestal la estatua impoluta de la mamá perfecta y esa otra madre racional, práctica y disciplinaria comenzará a tomar partido en el juego definitorio que es la vida.
Tomará en cuenta los consejos, pero tratará, simplemente, de seguir su propio instinto. Le enseñará el valor del respeto a la individualidad ajena, respetándolo primero a él, para que aprenda a respetarla a ella; caminará a su lado y, de vez en vez, le soltará la mano para que pruebe la responsabilidad del andar solo; tratará de apartarse de su propio egoísmo y lo dejará seguir el camino que elija sin ser obstáculo emocional, sino el aliento y apoyo que necesite para enfrentarse a los cambios cuando sea mayor.
Para ese entonces, ya esta mujer habrá crecido un poco más, en buena medida, gracias a su hijo, y podrá comprender que ser madre también es aprender que la sinceridad con una misma es la mejor manera de educar, alejada de conveniencias propias, y sujeta solo al buen camino por el que ella quiere que transite ese niño que, quizá algún día, la convierta en abuela.
Con tanto de amor, de temor, de ensayo y práctica, ya esta mujer no quiere oír hablar de perfección, ni de críticas nocivas sobre este proceder ni aquel otro. Porque ser madre —está convencida— no es una obligación social, ni una necesidad biológica, ni una meta o un camino hacia la realización femenina. Tampoco debe constituir un salvoconducto o un pasaje expedito a la estabilidad de la pareja. Ser madre, primero que todo, es una decisión, y luego, la mayor responsabilidad de la vida.
Algunos le llaman bendición. Ella la está conociendo como la más hermosa de las aventuras que un ser humano puede vivir al lado de otro, sin demasiadas recetas ni advertencias, porque prefiere disfrutarla así, simplemente como ella es: una madre imperfecta.