¡Quijo, Quijo, el Quijo!, pregonaban los vendedores en nuestras calles. La recién creada Imprenta Nacional se estrenaba con una tirada masiva de Don Quijote de la Mancha. Eran cuatro tomitos por un peso. Con el clásico de Miguel de Cervantes se iniciaba un proceso de transformación cultural de amplia repercusión en la vida del país y en el entorno del trabajo intelectual de nuestros escritores.
Faltaban dos años para la Campaña de Alfabetización, pero el libro irrumpía en nuestra vida cotidiana en términos de realidad tangible y valor simbólico. Como el mítico caballero andante nacido en un lugar de la Mancha estábamos emprendiendo la batalla por corregir entuertos, por enfrentar con un armamento precario la lucha contra la injusticia.
«Yo sé quién soy», había afirmado el hidalgo manchego al intentar su primera salida. Nosotros también como pueblo estábamos afirmando nuestra identidad, nuestro lugar en el mundo.
La Imprenta comenzaba el aprendizaje del arte de hacer libros sobre la marcha. Pronto devino Editorial Nacional. El escritor Alejo Carpentier recibió el encargo de dirigirla. Era la persona adecuada para hacerlo. Dotado de enorme cultura, su experiencia laboral desde su temprana adolescencia lo puso en contacto con la práctica de los impresores y con la tarea concreta de transformar el original manuscrito en objeto funcional y atractivo, destinado a seducir al lector. En aquellos tiempos, previos a la entrada del mundo digital, los trabajadores de artes gráficas constituían el sector más ilustrado de la clase obrera. Orgullosos de su saber, se consideraban partícipes del proceso editorial.
El nacimiento de la Imprenta —luego Editorial Nacional, más tarde convertida en Instituto Cubano del Libro— auspició el desarrollo de otros oficios, hasta entonces inexistentes en el país. El diseño gráfico, reconocido por su producción cartelística, alcanzó protagonismo en la confección del libro. En sus mejores logros no se limitaba a producir una imagen hermosa. Ofrecía, con el empleo del lenguaje visual, una propuesta dialogante con el sentido del texto literario. Apareció la figura del editor. Sus funciones sobrepasaban en mucho las de un corrector de pruebas. Se desempeñaba como crítico especializado e interlocutor privilegiado del autor y del diseñador. En ambos casos podía ofrecer sugerencias útiles para asegurar el mejor resultado final.
En acción paralela a la auténtica universalización del acceso a la enseñanza, la expansión del libro fomentó el crecimiento de un amplio público lector. Muchos recuerdan aquellas gigantescas tiradas de Ediciones Huracán, confeccionadas con modesto papel gaceta, con lomos mal pegados, al punto de deshojarse al cabo de una primera lectura, que pusieron en manos de las mayorías los clásicos de la literatura.
Para atender la diversidad de destinatarios hubo publicaciones mejor cuidadas. Más allá de la casa matriz, algunas instituciones culturales auspiciaron editoriales con perfil propio. Sin dejar de mantener el oído atento al movimiento de la contemporaneidad, Casa de las Américas mostró un panorama ejemplar de los clásicos del continente. Rescató del silencio a nuestras culturas originarias.
Los escritores cubanos encontraron hogar propio en Unión. Para ellos había pasado la época en que tenían que ahorrar unos pocos centavos con el propósito de publicar, en escasa tirada, obras que obsequiarían a amigos y a algunos periodistas, con el fin de conseguir una reseña cómplice.
La literatura cubana toda se fue haciendo en la soledad. Si nos remontamos al siglo XIX podemos advertir que Cecilia Valdés, no ha tenido repercusión equivalente a la Amalia, de José Mármol, circunscrita al ámbito local del enfrentamiento con la represión de Rosas. Julián del Casal no tuvo la presencia invasiva de Amado Nervo.
El derrumbe de nuestros mercados en la década del 90 tuvo consecuencias devastadoras en el preciso mo-mento en que los cambios tecnológicos aceleraban la obsolescencia de la base industrial. Sobrevivimos de inmediato con la publicación de modestos cuadernillos conocidos como plaquettes.
El proceso de impresión depende por entero de insumos de importación. La voluntad política impulsó un paulatino rescate con el empleo de fórmulas que favorecieron la extensión del trabajo editorial al espacio de los distintos territorios del país. Para garantizar la multiplicidad de títulos las tiradas se han restringido.
En un contexto internacional matizado por el poder corporativo de las transnacionales del libro, al estilo de Penguin Random House, del mercadeo en las ferias que se multiplican entre Londres, Frankfurt, Boloña o Madrid, se ratifica la hegemonía de los países industrializados y de las corrientes ideológicas que los sustentan.
Muchas editoriales tradicionales conservan su nombre pero han perdido autonomía financiera. El neoliberalismo ha ido restando recursos a las instituciones que otrora respaldaron la circulación de obras complementadas con trabajos académicos de primer orden. De esa manera, agonizan preciosas colecciones consagradas a nuestra común área cultural.
Por razones poderosas para mantener vivo el propósito de preservar nuestro público lector, para que el libro no se convierta en artículo de lujo al alcance de unos pocos, atendiendo a nuestra histórica voluntad de democratizar la cultura, el Estado cubano sostiene, aún en complejas coyunturas económicas, el esfuerzo por subvencionar la producción de obras importantes de la creación literaria, histórica y de ciencias sociales.
Habrá que ganar mayor eficiencia en el proceso, recalificar y estabilizar la fuerza laboral de la poligrafía y reanimar en los editores el espíritu de iniciativa. Fuimos capaces de generar materiales de alto valor agregado por la calidad de su diseño, de sus prólogos, de la cronología que vinculaban texto y contexto. Recuerdo haber visto, sobre una mesa de trabajo del prestigioso Colegio de México, una valoración múltiple de Juan Rulfo elaborada por Casa de las Américas.
La afirmación de nuestra identidad y la conciencia de pertenecer a nuestras dolorosas tierras de América pasan por la cultura. A ese concepto respondió en el primer año de la Revolución la fundación de las instituciones que ahora evocamos. Desde entonces pudimos empezar a decir orgullosamente, como Don Quijote, en ocasión de su primera salida: «Yo sé quién soy».