Las reiteraciones tienen la peculiaridad de convertirse en normales. O para decirlo en un ambiente más explícito o académico, como le gusta decir a nuestro amigo y colega Ricardo Ronquillo: ellas o sus contenidos —ya sean hábitos, ideas, objetos o situaciones— se vuelven cotidianas, habituales y al final pasan sin ser vistas —para bien o para mal— porque adquieren esa naturaleza de sustancia corriente, incorporadas a nuestras vidas con resignación o felicidad, según sean los casos.
Pero existen ciertas frases que, por reiteradas, no dejan de llamar la atención o al menos levantar la suspicacia criolla, expresadas en un «Ven acá, chico... ¿Cómo es esto? ¿Qué estoy oyendo?» Una de estas, escuchada en distintos lugares y momentos, rezaba así: «El mejor amigo es el dinero que uno tiene en el bolsillo».
En un caso como este no queda más remedio que implorar: ¡Ayúdame, Kant!, porque aquí Sigmund Freud y Carl Jung —con todas sus broncas por el sicoanálisis— se quedan chiquitos para develar tales meandros del subconsciente. De entrada, esas palabras constituyen una verdadera exhortación a retirarle la confianza (y los afectos) a todo ser viviente que respire y cuyo miocardio palpite al ritmo de los sentimientos.
No ya primos, hijos y hermanos. Ahora ni siquiera el perro puede ser el mejor amigo del hombre, y bajo los presupuestos de la frase hay que decir: «Lassie, ni vuelvas al hogar. Colmillo Blanco, piérdanse tú y Jack London. ¡Negrita!, zumba con Onelio Jorge Cardoso, que esto no está ni pa’ ti ni pa’ él con todo su Caballo de Coral». Con esos truenos hasta Johnny Weissmüller, en el papel de Tarzán, tendría que decirle adiós a la mona Chita. Sí, porque —como advierte la frase— no se puede confiar en nadie.
Huelga decir que tal concepto es el resultado de esa acumulación de tensiones materiales que vive la inmensa mayoría de los cubanos desde hace bastante tiempo y en la que el deterioro de los ingresos personales desempeña un elemento decisivo. Esta, al mismo tiempo, es la certificación de un pragmatismo —me apego a los que tienen o a donde puedo coger—, mezclada con el cinismo. Una de sus conclusiones finales sería: Mientras más dinero tenga, mayor confianza y seguridad tendré en la vida.
¿Qué diría de esto el pobrecito de Iván Ilich, moribundo en las primeras escenas de la novela de León Tolstoi, justo cuando la hija va a despedirse del padre, no porque está a punto de fallecer el viejo; sino porque la muchachona se va para la fiesta, bellamente engalanada y para que vea, el pobre, lo linda que está? ¿No es así papá? ¿No estoy linda? Y al verla aparecer ante el lecho, hasta se siente al narrador como se inclina para susurrar al oído: ¿De qué vale ahora tu dinero, Iván Ilich?
Esa es en la fervorosa imaginación de la literatura. Pero en la emulación que sostienen la realidad y la ficción, a veces la primera supera a la segunda por puntos y nocaut. Uno de esos momentos (anota esto, Balzac), nos ocurrió con un amigo bancario, que atendía las transferencias enviadas a familiares desde el exterior.
Un día preguntamos: «Oye, aquí hay gente que recibe mucho dinero, ¿verdad?». Él, dentro de los límites del secreto del Banco, respondió: «Mi hermano, aquí hay personas con el dinero que tú no eres capaz de imaginar. ¿Pero sabes una cosa?». Acomodó el bolígrafo, agrupó algunos papeles y dijo: «Los que más tienen, son los menos felices».
Ante el asombro, relató la historia de un cliente, a quien mantuvo en el anonimato. Esa persona, contó, llegaba todos los meses y recogía una suma sustancial. Sin embargo, un día le dijo: «Ese dinero es mi maldición». Y ante la sorpresa, confesó que todos en la familia se encontraban enemistados, precisamente por querer más. «No tengo felicidad —dijo—. Unos reclaman que les doy poco, después me acusan de atender más a uno que a otros. Constantemente exigen; ya se olvidaron de pedir». Calló por unos segundos para murmurar: “Y a estas alturas, yo no sé qué hacer con mi vida”».
Luego el hombre recogió sus cosas, el amigo le enseñó la caja donde debía cobrar el envío y mientras lo veía esperar, entre las demás personas, cansado y envejecido, el trabajador del Banco razonó: «Ese hombre ya no tiene familia. ¿Tendrá realmente amigos?».