«Martianizar» no es martirizar. Y martianizar es lo único, aunque no haya una fórmula mágica para conseguirlo, que puede hacerse para evitar que tantos vayan por esta vida de espaldas a José Martí.
A Martí se siente o no se entiende. Y quien no se emocione al conversarlo, intentará inútilmente persuadir a otro de la importancia de leerlo y aplicarlo. A las buenas entra en el corazón de cualquiera, pero nunca a la fuerza.
Una exageración, no menos que una exageración, creía que era aquello de: «Martí es ese amigo que te tira el brazo por el hombro y te acompaña en las buenas y malas».
La frase la lanzó un quijotesco periodista durante una conferencia sobre la crónica a mi grupo de Periodismo en el año 2002. No sé cuántos recordarán aquel instante, pero puedo dar fe de que así se expresó entonces el auténtico cronista.
Tres años después, cuando comencé a estudiar sin miseria a Martí para defender mi tesis de licenciatura, comprendí qué quería decir aquel mensaje que escuchamos más de 50 universitarios de 18 y 19 años en la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana.
Esa edad, precisamente, es la que tienen ahora los jóvenes, que en esa misma facultad, desean conocer más sobre el periodismo de Martí. Es la décima vez consecutiva que futuros periodistas matriculan esa asignatura optativa impartida, desde el curso 2008-2009, por varios profesores. Al profe Pedro Antonio García y a mí nos volverá a ocurrir lo de siempre: no nos alcanzará el semestre para argumentar, demostrar y ejemplificar que José Martí es el amigo del que han hablado tantos a través del tiempo.
Un amigo sí, un amigo que llena la cabeza de fuego y movimiento. Que ayuda a resolver las más complejas dudas.
Debatiendo, leyendo y contextualizando entenderán los muchachos por qué aquel periodista, orador y poeta tan talentoso decidió volver a Cuba después de haber conocido tanto mundo.
Estudia español, francés, inglés, ciencias. Analiza y compara realidades, épocas y personalidades. Vive al ciento por ciento. Afronta las pruebas de esta vida pasajera. No humilles a nadie, ni a ti mismo.
Todo eso les sugerirá Martí a los lectores que decidan develar su misterio cuando entren en contacto con su testimonio escrito, recogido en sus cuadernos de apuntes, cartas, discursos, diarios y artículos.
Aquel pensador coherente fue un convencido de que no era ningún derroche ni locura pagar el altísimo costo de la libertad patria, y la individual, por su puesto.
Aquel hombre de mirada melancólica, la típica de los seres cargados de los sollozos propios y ajenos, entendió que solo el bondadoso alcanza la dicha. Comprendió que había que ser prósperos, pero no a cualquier precio.
Sus obras están en las bibliotecas públicas y escolares. Sus bustos y estatuas saltan a la vista en plazas, avenidas e instituciones. Sus pensamientos se difunden en sitios digitales, periódicos, emisoras y la televisión.
Puede estar en cualquier parte, y a la vez en ninguna. Porque si dejamos de interactuar con su palabra es como si estuviera a años luz de nosotros.
A Martí no le hacemos un favor leyéndolo. Uno es quien sale «como de un baño de luz» cuando dedica tiempo a repasar su testimonio ejemplar.
Aquel sabio nos demostró de 1853 a 1895 que era posible vencer al egoísmo y a la envidia, dos potentes fuerzas que aún hoy mantienen atado al mundo de pies y manos.
Esas dos energías degradantes habitan en cada ser en dosis distintas. El único remedio para vencerlas, y eso lo han probado espíritus tan elevados como el de Martí, es oponiéndoles dos fuerzas más poderosas: el amor y la generosidad.
Quienes lo hayan empezado a leer, sin interés alguno, constatarán que no hay para cuando acabar. ¿Por qué dejar para luego la interacción con su palabra viva, la única capaz de «martianizar»?