Ignorábamos entonces que Luis Gonzaga Urbina fue el padre de Silvia Pinal, la actriz mexicana cuya contundencia física encabritaba, desde la pantalla de los cines, a nuestra adolescente varonía. En cambio, recitábamos de memoria un poema de Urbina, titulado Metamorfosis: «Era un cautivo beso enamorado/ de una mano de nieve que tenía/ la apariencia de un lirio desmayado/ y el palpitar de un ave en agonía…».
Hoy, casi 60 años después, de vez en cuando llamo por teléfono a alguno de mis coetáneos, le recito esa primera estrofa, y éste, con la voz lacrimosa, continúa con el resto de la letra, como si la estuviera leyendo, aunque el espacio no nos permita ahora seguir oyéndolo.
Tal vez este poema date de los primeros años del siglo XX. Publicado en Glosario de la vida vulgar, libro impreso en España, en 1916, uno puede preguntarse hoy por qué nos seducía ese cautivo beso enamorado hasta el punto de fijarlo en la memoria de nuestra incipiente inquietud erótica e intelectual, y recordarlo en la madurez como el padrenuestro aprendido de la abuela o en las escuelas de nuestra época. Quizá lo recordamos, por la misma razón que recordamos La fuga de la tórtola, de José Jacinto Milanés, o A una golondrina, de Juan Clemente Zenea. Y aunque entre los tres poetas se interponen distancias generacionales, de influencias literarias y de ambientes formativos, los tres poemas coinciden en el conflicto azuzado por el despojo y en la sutil musicalidad con que se habla de una tórtola en fuga, de una golondrina pasajera cuyo vuelo deja al poeta doblemente cautivo en la prisión del castillo del Morro y en la nostalgia familiar, y de un beso que se escapa, planea en el deseo y muere sin llegar a ser beso.
Urbina, nacido en 1867 —otras fuentes aseguran que en 1868—, murió durante 1934 en Madrid. Residió un año en La Habana, entre marzo de 1915 y marzo o abril de 1916. Luego pasó a la capital española como corresponsal de El Heraldo de Cuba. Discípulo filial y exsecretario privado de Justo Sierra, justipreciado en México como secretario de Instrucción Pública, llegó a Cuba, a la par que otros intelectuales y artistas de aquel país —José M. Ponce entre ellos— para eludir los riesgos, incluso la muerte, en las revueltas caudillistas, las venganzas políticas y las sublevaciones campesinas.
Sensible, musical, y abierto, es decir, sin hermetismos ni conjuros esotéricos, en su modo de concebir el verso, y democrático en su acercamiento a la realidad, Urbina sentía peculiar atracción por el mar habanero. En su andariega manera de pensar el próximo poema, recorría el Malecón. Y tanto le placía que reprochó a los habaneros —y cito a Yoel Cordoví— no estimar los valores del muro del litoral, frontera comúnmente apacible donde el mar deposita, trasmutado en espuma, su cansancio.
Luis G. Urbina estableció en su obra una alianza entre el poeta y el cronista. En el poema titulado Confidencia, muestra con más apego a la vida real, la identidad consonante entre el cronista y el poeta: entre el cronista que observa y penetra con la prosa en el alma de la gente y las cosas, y el poeta que los traslada entre los paños húmedos de la emoción. Posiblemente estas estrofas se refieran a un personaje habanero muy popular, muy recurrente en libretos del teatro bufo, y más trajinado aun después de 1926, cuando la radio mordió el aire de Cuba, y de La Habana en particular: el gallego.
Urbina lo enalteció así, aunque resumo: «¡Pobre galleguito, rubio y candoroso,/ que a América vino sin ir a la escuela!/ Tiene torpes andares de oso/ y apacible mirar de gacela.// Su ademán es brusco, pero ¡qué sincero!/ Su palabra es ruda, pero ¡qué leal!/ Tiene el galleguito corpachón de acero/ y alma de cristal.// ¡Madera de santo, carne de héroe... pero/ será «bodeguero», /ganará dinero,/ y hará capital.// Una vez nos vimos, y simpatizamos: / y en el «bar» humilde, muertos de calor, / charlamos, charlamos,/ con los codos puestos sobre el mostrador.(…)// Y así vamos, el hombre y el niño, / viendo, viendo...: él, la sierra; yo, el valle;/ su aldea, él; yo, mi calle;/ yo, mi lago; él su Miño.// (…)¡pobre galleguito, somos infelices!/¡Yo tengo nostalgia; tú tienes morriña!».
Los que tuvimos un abuelo o una abuela gallegos, por momentos hemos intentado rescatarlos del olvido. Y también nos hemos ilusionado con liberar aquel «cautivo beso enamorado» en una cuartilla capaz de reanimar al lirio y calentar la nieve de nuestro silencio.