CARACAS, Venezuela.— De materia hermosísima, legendaria, está hecha la Revolución Cubana. Mucha juventud soñó, vivió, murió por ella. Y muchas figuras dignas de libros, filmes o poemas para no olvidar han acompañado su suerte. Nadie pondría en duda, por ejemplo, lo admirable y milagroso que habita en que tantos artífices carismáticos hayan confluido en los avatares de una guerra libertadora y en el consiguiente avance triunfal de 1959.
Así como nos maravillamos de tener en nuestra historia a un ser inmenso como Martí —y a hombres y mujeres como Céspedes, Mariana y sus hijos, Máximo Gómez, Mella, Villena o Guiteras—, no dejamos de asombrarnos con la confluencia, en espacio y tiempo, de revolucionarios como Fidel, Abel, Frank, Camilo, Almeida, Celia, Vilma y el Che.
Dos o tres seres como ellos hubiesen bastado para hacer de la Revolución Cubana un suceso de leyendas. Pero lo increíble es que en esta Isla han sido muchos los que subieron al altar de la Patria por cómo fueron. Capítulo deslumbrante es el del argentino Ernesto Guevara, quien conoció a Fidel en México y echó su suerte con un grupo de jóvenes ansiosos por emancipar a Cuba.
El Che es paradigmático: irradiaba mucha belleza de humanidad, era de inteligencia y sensibilidad cultivadas a la máxima expresión. Valiente y disciplinado. Médico y guerrero. No solo leía: escribía también, incluso versos. Amado de los dioses murió joven, entregado a causas planetarias. Se fue del mundo terrenal dejando entre millones, especialmente entre nosotros, una huella ardiente que todavía duele y alimenta la evocación y el afán de lucha.
¿Cómo pudo hacer tanto? Es de los hombres que inspiran esa interrogante y que a veces nos hacen pensar que no habrá más Che Guevara. Ciertamente como él no habrá réplica exacta, ni genética ni históricamente hablando. La trampa, sin embargo, estaría en creer que no habrá más héroes; estaría en mirar obnubilados una «perfección» a la que nadie podrá siquiera acercarse.
Hace unos meses cierto historiador de prestigio narraba detalles sobre el paso de Ernesto Guevara, siendo muy joven, por tierra venezolana. Pensaba yo entonces que el Guerrillero Heroico estaba en la prehistoria de sí mismo y que todavía no había entrado en la situación que lo catapultaría con todas sus virtudes a la eternidad. Pensaba en que el ser humano se va cultivando hasta el instante histórico en que un detonante pone a prueba su posible valía.
Aquí, en tierra bolivariana, he sabido de cómo misioneros cubanos se han convertido en héroes: en medio del fuego mortal provocado por la derecha opositora durante más de cien días ellos han desafiado las noches y las madrugadas, han realizado intervenciones quirúrgicas contra reloj y contra todo buen pronóstico, defendieron centros asistenciales, anduvieron entre las balas, arrostraron el incendio de un almacén de medicamentos, las amenazas y oleadas convulsas de fuerzas incitadas a la destrucción más que a la protesta.
Los he visto conmovidos cuando hablan de parajes recónditos, de poblaciones con costumbres ancestrales y de la pobreza extrema. Los he visto sufrir por los desgastes que una guerra a muerte, orquestada desde el imperio, está provocando a un país hermano. Me consta que muchos viven mezclados con un pueblo lleno de urgencias sociales y de riesgos. Los he visto hablar de defender la vida de sus semejantes a como dé lugar, incluso a riesgo de perder las suyas.
Ellos llevan en sí la materia de los hombres y mujeres grandes. Saben, como expresó el Che, que «el revolucionario verdadero está guiado por grandes sentimientos de amor». Y esa verdad emparenta a todos los humanistas más allá de los velos del tiempo, nos recuerda que el homenaje profundo trasciende toda veneración para convertirse en el diario y dificilísimo cumplimiento del deber; o sea, de lo que más urge, ahora mismo, a nuestra especie.