Se quedaron dudando. Si la gente lo creía, era por algo. Si se rumoreaba entre vecinos, sus razones tendrían. Si los compañeros de trabajo lo pensaban, sus pruebas existirían. Tal vez era verdad que —aunque solo se tenían un cariño de padre e hija, aunque nada más hablaban para pedirse opiniones de la vida, aunque jamás les pasaría por la cabeza amarse de otro modo, o mucho menos desear cualquier acto carnal—, a pesar de todo eso, tal vez era verdad que «estaban». Se despidieron. Pero permaneció la incertidumbre. Si la gente lo decía, por algo sería.
Porque la opinión pública tiene ese poder. No tan exagerado como para hacer titubear hasta a los protagonistas del chisme, pero cuento ese extremo para ilustrar la magnitud de su influencia. Uno puede saber la verdad, estar consciente de que es imposible tan perversa entelequia… y caer. A veces es más fácil dudar de los valores ajenos que regalarle un segundo de duda a quien se acusa por la voz menos creíble: la ajena.
Y de unas sílabas pésimamente combinadas sale la frase mal hecha. Y rueda y rueda hasta que es imposible detenerla. Se vuelve nebulosa en boca de todos. Y va mezclándose la sospecha con la certeza. Y en los pasillos no se habla de otra cosa que de la supuesta noticia. Todos juzgan, construyen sus hipótesis y hasta se aventuran a lanzar pronósticos. Definen razones, calculan estrategias y justifican toda una amalgama de anécdotas casuales con la «confirmada» evidencia de los hechos. Edifican perfectos castillos de polvo sobre la base de un susurro de mala fe.
Nadie se resiste. El mejor intencionado se decide por apartarse del camino errado. Pero no se lleva a ninguno consigo, no planta «en tres y dos» para detener el dañino rumor, no dice «hasta aquí» y «no es verdad». Se lamenta en silencio de que haya gente así. No transforma.
Y las estrellas de la patraña (ajenas, por naturaleza, a lo que pasa con sus vidas en los comentarios de otros) tienen que soportar con desconcierto que cambien algunas miradas, que el trato de algún socio no sea el mismo, que se les observe de soslayo y con la hipócrita amabilidad de quien sonríe, pero calcula de arriba a abajo en un irremediable y castigador «no parece, pero lo es».
Van sin oportunidad del gesto más impostergable, más humano, más decente: la confesión, el cuestionamiento sincero de algún ser de frente limpia que le ponga la mano en el hombro y diga «esto es lo que pasa», «no cojas lucha», «alerta a tu compadre», y «la gente es así». Y toda esa cadena de acompañamientos imprescindibles para que alguien no navegue solo entre las turbias aguas de los malentendidos, las calumnias y las invenciones de ciencia ficción que escandalizarían al escritor más ingenioso. Pobre de quien vive a su mal modo las vidas ajenas y descuida el infinito arte de construir la felicidad propia.
Hay que cuestionárselo todo, digo también pensando en el mundo y las guerras construidas con imágenes falsas y los estados de opinión manipulados por cualquier montaje. Y en nuestro ámbito más íntimo —además de pasarlo por los famosos tres filtros de la utilidad, la certeza y la buena fe— se requiere un temple a prueba de enredos para no gastarnos la vida en suposiciones ruines. Porque dejarse llevar por la opinión pública es tan ingenuo como creer que en las casas cubanas en las que suenan las maracas en las mañanas es porque sus habitantes son músicos.