Sucedió en El Bosque, un área recreativa de la ciudad donde vivo y escribo, Bayamo, cuna de bardos, de cultura excelsa, de incontables patricios defensores del civismo...
Trajeron los equipos de amplificación y los hicieron temblar en la tarima. Luego soplaron los conocidos reguetones: «Dile qué hacemos cuando nos encontramos». «Esta es la oficina secreta, pa´ que lo sepas…».
Sin embargo, la parte buena del capítulo vino después. En otro sitio cercano del propio «bosque» sonaron varios bafles, acaso de un «particular», hasta llegar al cielo en decibeles… y así ambas amplificaciones chocaron, como en una pelea de pesos pesados. De modo que pasaron la noche compitiendo subrepticiamente hasta la madrugada, y ambos «diyeis» se fueron contentos a casa (¡!).
No traigo estas líneas para escribir un tratado contra el delirio ocasional ni para arremeter contra las consabidas opciones recreativas, sino para suscribir que no es el único lugar de la geografía cubana donde, a base de anarquías, ligamos los sonidos peor que en la conocida Torre de Babel; y para advertir por enésima ocasión que el ruido en demasía se va convirtiendo en un fenómeno cuya asiduidad nos hace verlo como «normal, natural».
Me preocupa que, a costa de la diversión, tan necesaria en este verano de fuego, convirtamos el ambiente en un rugido constante y terminemos dañando para siempre la salud de los individuos y la vida de la sociedad.
Se ha repetido muchísimo que los decibeles muy elevados provocan efectos negativos en el sistema cardiovascular, las glándulas endocrinas, el aparato digestivo, los oídos… la mente. No en balde la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha emitido numerosos documentos que alertan sobre ese flagelo de la modernidad.
Pero por encima de ese corolario, que hemos de tratar con urgencia, asusta ver que las personas confundan «gozadera» con estruendo, recreación con explosiones sonoras, moderación con aburrimiento. Y aterra comprobar que muchos responsables de los equipos de sonido crean vivir en una jungla, donde más vale el desorden y la confluencia de ruidos, que la distracción en sí misma.
¿Qué sentido tendrá que en un área, por más «abierta» que parezca, choquen a todo volumen, como sucede con frecuencia, dos, tres y hasta cuatro equipos amplificadores? ¿Será que nos vamos convirtiendo, socialmente, en «adictos» al escándalo?
Hace cuatro años, el 7 de julio de 2013, Raúl se refirió ante el Parlamento a varios vicios ligados al bullicio y a la indisciplina en general, y expuso, meridianamente, que «vivir en sociedad conlleva, en primer lugar, asumir normas que preserven el respeto al derecho ajeno y la decencia», para luego aclarar que «nada de esto entra en contradicción con la típica alegría de los cubanos, que debemos preservar y desarrollar».
Esa alerta del General de Ejército debemos seguir poniéndola en la cabecera de la nación cada día. Muchos siguen ligando alegría con estrépito, y el número de «detonadores musicales» probablemente también haya crecido hasta el punto de competir en un mismo espacio.
Claro, el asunto requiere la llamada complementariedad porque no basta con llamados a la conciencia ni con mensajes constantes por los medios de comunicación. Necesitamos esa convergencia de factores que regulen y ejerzan control verdadero. Si no atacamos el escándalo por cualquier vía, sin llegar a la exageración, padeceremos una frenética arritmia social para todos los tiempos.