Tras un viaje intenso, más en el tiempo que en el kilometraje, volví hace poco a Santa Cruz del Sur y, a poco de llegar, salí a buscar a Marina. A la distancia, la saludé alegre, y ella, que barría el portal de esa casa suya donde se esconden trazos de mi infancia, no parecía compartirme el entusiasmo.
Aunque breve, la sensación dolió, pero tal nube se fue del todo cuando entendí, en el abrazo que nos dimos, que solo fue un tropiezo de sus ojos, aquellos ojos pícaros de antaño que ya no dominan las distancias más largas.
«¿Cómo está “mi Otra” madre, la que me queda en Santa Cruz?», le pregunto mientras estrecho con cuidado de hijo un cuerpo que, en mi ausencia, el tiempo se ha atrevido a lastimar. Y ella sonríe —adolescente a los 77— y me relata cómo entre Dios y un montón de médicos la sacan del bache cada vez que un infarto la visita. Ahí le recuerdo que no puede enfermarse mientras recuerdo a Gera, su novio eterno que alguna vez se fue al cielo en barco, dejándonos a muchos varados en un largo dolor.
«Usted y Gera…», intento decir lo que me callo y que ella entiende sin escuchar. Viuda de pescador, dueña ella misma del nombre más costero que pueda suponerse, Marina Díaz sabe arponear las emociones y empieza a recordar cómo crecí en su patio, entre los suyos, flaco diabillo en short, descamisado y a veces sin zapatos, escalador furtivo de esa misma mata de mango que 40 años después vuelve a tentarme, pródiga de amarillos.
Marina me pregunta por mi madre, la verdadera, que un día brincó la costa y se fue a vivir al norte… a Nuevitas, claro. Le cuento que la brisa de allá ha gastado el rostro meridional de mi vieja, pero que sigue en pie, dura espigona que ancla las naves de siete hijos.
«¿Cómo está ella?», repite, y le riposto reviviendo los dulces de grosella que Marina hacía en cazuelas enormes, en su cocina. Le recuerdo las almendras robadas de sus matas y, sobre todo, aquel patio milagroso flanqueado de caracoles donde paseaban en plena libertad iguanas y jutías, jicoteas y pájaros raros como un cao que se robaba lo inverosímil para «la causa» de su nido.
He llevado a su casa la marea de ayer. Marina escucha. Pese a su fragilidad, es la mejor copiloto en mi máquina del tiempo y por momentos anduvo en ella a tal velocidad que se veía, feliz, incluso más joven que yo.
De vez en cuando, hacía otra pausa: «¿Y cómo está tu mamá?», preguntaba por mi vieja «oficial» —con quien yo acababa de pasar el Día de las Madres— cual si ignorara que yo estaba allí, como el amante clásico, para ver a mi «Otra», que era ella misma.
Juntos barrimos las hojas de los años. Por momentos —¿sería el polvo?— alguna ola se nos trepó a los ojos hasta que sellamos la tarde con otro abrazo. Me despedí de ella y, en lo que yo comenzaba a andar, me llamó de nuevo: «¡Cucha, Enry… es un sinsonte…! Volví la cara: Marina Díaz barría con calma nuestro portal.