Era julio de 1937. Abandonada por sus aliados naturales, las democracias occidentales, la España republicana se enfrentaba a la sublevación franquista, que contaba con el respaldo de la Alemania nazi y de la Italia fascista. Allá se entrenaba la maquinaria de guerra más moderna y eficiente. Las bombas caían sobre ciudades abiertas. Dejaban un saldo atroz de muertos y heridos entre la población civil. En esas circunstancias, prestigiosísimos intelectuales de Europa y América se reunieron en Valencia con el propósito de defender la cultura de la España asediada. Entre los latinoamericanos, aparecían figuras que muy pronto ocuparían los primeros planos en nuestras letras, como los chilenos Pablo Neruda y Vicente Huidobro, el peruano César Vallejo y el mexicano Octavio Paz. Cuba estuvo representada por Juan Marinello, Nicolás Guillén, Félix Pita Rodríguez, Alejo Carpentier y Leonardo Fernández Sánchez. El Congreso se reunió en Valencia y Madrid. Al trasladarse de una a otra ciudad, calaron en lo más profundo del dolor de España. Testigo de los acontecimientos, Alejo Carpentier publicó en Carteles una serie de reportajes de fuerte impacto en la opinión pública nacional.
«Defiéndannos, ustedes que saben escribir», les había dicho una aldeana analfabeta, toda vestida de negro, rodeada por medio centenar de niños huérfanos de Badajoz. El llamado de aquella mujer sencilla resumía, con más eficiencia que mucha retórica académica, el papel que corresponde a los intelectuales. Entrenados para la comunicación, les toca ser voceros de todos aquellos que no tienen voz para convocar a la solidaridad y señalar los peligros que amenazan a nuestra especie. Ahora, sometidos a una avalancha informativa aplastante en la que todo vale, desconfiados de las ideologías y entrampados en las que se ocultan tras la falsa objetividad, son muchos los que callan.
Más allá de tendencias políticas, los intelectuales que participaron en el congreso de Valencia representaban el pensamiento más lúcido de la época. Sabían que en España se estaba dilucidando el destino de buena parte del mundo. En efecto, la República cayó en la primavera de 1939. A los pocos meses, en el otoño de ese año, se desencadenaba la Segunda Guerra Mundial. No se hablaba entonces de globalización. Pero se vivía ya en un planeta interdependiente, marcado por las rivalidades en el dominio de los mercados.
Alejo Carpentier había contraído un compromiso con el dolor de España, encarnado en los niños huérfanos de Badajoz. Para dar voz a los silenciados, su tarea de hombre y de intelectual se expresó en la necesidad de informar a los cubanos. Lo hizo a través de Carteles, una revista de amplia circulación. No se valió de prédica moralizante. Diseñó lo que habría de denominar estrategia de corazón. Había que mostrar, en su realidad concreta, los hechos, la dimensión de una violencia que se abatía sobre los inocentes en un enfrentamiento que anulaba toda neutralidad ilusoria. La mirada se detiene en los cráteres dejados por las bombas, en las iglesias destruidas, en las fachadas de los edificios que enmascaran el agujero insondable oculto en su vientre. Sobre ese panorama de muerte, se perfilan las siluetas anónimas de un pueblo que resiste, aferrado a una cultura secular, que es razón de vida. Bajo las bombas, los niños vuelven a las escuelas, los hombres y mujeres de la retaguardia se mantienen en los talleres y oficinas, los restauradores se empeñan en rescatar lo recién destruido.
Para protegerse de las bombas, las noches de Madrid permanecen sumergidas en la oscuridad. Momentáneamente, un paseante enciende una linterna de mano. Sin embargo, el ritmo cotidiano de la vida prosigue. Los tranvías andan despaciosos para evitar accidentes. En los límites de la ciudad, se perciben las trincheras enemigas. Los pobladores no han querido evacuarse. Permanecen en sus apartamentos de fachadas derruidas donde, rota la intimidad, las mujeres cocinan a la vista de todos. En uno de ellos, las bombas han arrancado la mitad de un piano, reducido a la clave de sol. Una hermosa joven sonriente sigue tocando en el fragmento mutilado. De vuelta al apartamento que habitara otrora, ocupado ahora por milicianos, Pablo Neruda ha encontrado todas sus pertenencias en perfecto orden. Solo las obras completas del poeta Góngora fueron atravesadas por una bala.
En el periodista Alejo Carpentier está madurando el futuro narrador. Las siluetas anónimas que desfilan por los reportajes de España bajo las bombas, al margen de la dimensión de los combates que se libran en las cercanías, son semejantes a nosotros. En su existir cotidiano abruptamente interrumpido por la violencia, nos identificamos con ellos. Es un aviso sutil, no declarado de manera explícita. En la tozuda continuidad de su quehacer se manifiesta la otra cara de la epopeya, fundada en la voluntad colectiva de resistir, de defender, junto a lo propio, el proyecto de república surgido de la voluntad popular. A pesar de la vecindad del enfrentamiento armado y a pesar del espectáculo de la urbe progresivamente lacerada, no hay derrotismo, porque la cohesión de un pueblo se afianza en una moral y en una cultura.
Apegado a lo concreto, el relato de Carpentier trasciende los contextos locales y temporales. Concierne también al lector de hoy, porque los textos se articulan en el constante contrapunteo entre la vida y la muerte. La presencia de esta última se reconoce en la pavorosa destrucción material y en el saldo de vidas truncas, de cuerpos mutilados, de criaturas condenadas a la orfandad. Bondadosa, la vida prevalece por todas partes. Está en la generosa fecundidad de la naturaleza extendida desde el esplendor mediterráneo hasta la adusta meseta castellana. Subsiste en la múltiple riqueza cultural de la Península y en la fuerza de una memoria popular recuperada a través de las tonadas del Romancero de guerra. La cultura anima también la voluntad de seguir haciendo, de restaurar lo dañado, de salvaguardar los tesoros del Museo del Prado.
Más que entonces, bajo las hermosas imágenes que nos ofrecen los medios, el enfrentamiento entre muerte y vida subyace en el mundo contemporáneo. Las guerras no han cesado. Mientras tanto, la degradación del ambiente se acelera. La ideología neoliberal trasciende el plano de la economía, permea el vocabulario cotidiano y se asume acríticamente. Por eso, evocar la solidaridad de los intelectuales del mundo con la España republicana resulta aleccionador. Lo que ocurría en una parte del mundo concernía a todos. Ahora somos todavía más interdependientes. Corresponde a los intelectuales proseguir la lucha en favor de las verdades que se disimulan tras las apariencias.