Ningún espacio es oscuro o pequeño si en él podemos ser testigos de la virtud. Por eso no importó que este encuentro haya tenido lugar en la azotea de una humilde edificación, allí donde viven misioneros nuestros.
A la luz de un bombillo incandescente me contaron sus historias jóvenes cubanos, quienes por estos días trabajan con particular intensidad en el Centro de Diagnóstico Integral (CDI) San Jacinto, del municipio de Iribarren en el Estado Lara, Venezuela. Son ellos quienes hacen funcionar el quirófano. Y maravilla que con tanta frescura y arresto en el hablar sean ellos quienes tengan en sus manos la vida de decenas de seres humanos que cada semana pasan por el salón.
Esa noche rompió el silencio uno de los miembros del team: Luis del Cristo, residente de cuarto año de Ortopedia y Traumatología, quien además tiene en su haber un diplomado en Terapia intensiva. Este habanero ya había estado en Venezuela y dijo haber encontrado otro país, ahora más asediado e inmerso en la tempestad. A la altura de sus 36 años ya estuvo en Pakistán y en Bolivia. Ha vivido bajo tanta presión, que habló del presente con absoluta calma.
Después el espirituano Omar Alberto López, médico especialista en Anestesiología y Reanimación, comenzó a hablar. Comparó al team quirúrgico con un mecanismo de relojería, donde una sola pieza del engranaje que falle lo echaría todo a perder. Por sus palabras, impregnadas de énfasis, iban iluminando las penumbras los pacientes que desvelan a Omar, los que yo lloran en su hombro cuando escuchan que no están en condiciones físicas de ser operados; los que llegan a la mesa por la tenacidad y optimismo de este especialista que ve triunfos allí donde otros no aprecian ni siquiera lo posible.
El joven Alberto comparó su profesión, de la cual vive enamorado, con las más estresantes del mundo. Es feliz, confesó, cuando por decisión suya un paciente sale sonriente y antes del tiempo previsto del salón. Esa noche reflexionó: «Todas las generaciones han tenido que tomar algún tipo de protagonismo: hubo mambises, guerrilleros, internacionalistas, casi todos muy jóvenes. Y bueno, los tiros nuestros son las jeringuillas, las agujas, los bisturíes. Esa es la trinchera; esa es la batalla que estamos librando».
Muy despierta y apasionada, cuando la tunera Marilín Angulo Álvarez, comenzó a contar sobre su suerte, atrapó toda la atención. Si tiene 39 años de edad y 15 de experiencia profesional, inició sus días de trabajo siendo una adolescente. Es ella, explicó, quien conoce al dedillo todo lo concerniente al banco de sangre. Su presencia es imprescindible en el team quirúrgico. En medio de lo oscuro mostró su sensibilidad: «Luchamos a diario por nuestros pacientes; no nos importa de dónde vengan ni el origen ni el color de la piel, nada… Para nosotros lo más importante es la vida. Por los venezolanos sentimos respeto. Vinimos a serviles y a cumplir con nuestro deber».
«Tranquila, yo estoy bien», le dice Marilín a su madre siempre que ambas pueden comunicarse. A ella y a sus compañeros de equipo, nada parece espantarlos. Esa noche, en Lara, los miré orgullosa, con amor de hermana. Entre mis pertenencias llevaba una carta que me habían hecho llegar, escrita por un paciente venezolano que confiesa su gratitud, pues finalmente médicos nuestros lo operaron de una fractura y así lo salvaron de una dolencia larga, la cual no pudo ser superada antes en otros centros de salud. Como ese episodio, hay muchos en Venezuela.
En la despedida, los artífices del grupo quirúrgico sonreían como niños: están realizados. No narraron mucho: nadie podrá cuantificar la alegría que han dejado y seguirán dejando en miles de personas. Ni siquiera ellos pueden imaginarlo. Coincidieron en la idea de traspasar, con el ímpetu del primer día, las puertas del quirófano, dimensión que solo estos grandes protagonistas conocen y en la cual es el amor quien ve, quien guía hasta el próximo triunfo.