Así de sencillo: se acabó. Me refiero al tiempo de tirarme al suelo con ellas a retozar y a hacernos cosquillas; a copiar en un documento Word sus frases más simpáticas e ingeniosas; a grabarles videos en los que hacían de payasitas de circo, presentadoras de televisión, reporteras de calle o improvisadoras de marionetas; a tomarlas de la mano cuando salíamos a pasear al parque o al teatro guiñol; a llevarlas y traerlas de la escuela mientras conversábamos de lo humano y lo divino; a disfrutar juntos de las peripecias rimadas de Chamaquili en los libros de Alexis Díaz Pimienta; a tararearles con su aprobación las canciones que a mí siempre me gustaron; a localizarles animados infantiles para que los disfrutaran luego en la pantalla de la computadora; a inventarles cuentos fantásticos que ellas escuchaban aleladas antes de dormir; a «regañarlas» cuando me malgastaban las hojas o me extraviaban las tijeras; a intentar responderles las preguntas más difíciles, como «¿Por qué la leche es blanca?» y «¿Por qué las mariposas no vuelan derecho?»; a someterme a las «clases» que, imitando a sus maestras, me impartían ellas con las persianas como pizarra y con regaños incluidos si yo no mostraba aplicación... Simplemente, se acabó. Ahora Sofía tiene casi 13 años y recién acaba de vencer el séptimo grado. Beatriz, por su parte, cumplió 11 y culminó el quinto. Ahora las dos me dicen infantil —¡a mí infantil!— si intento jugar con ellas a la manera de otrora; y me critican si anoto alguna de sus frases para leérselas a la gente; y se resisten a que les haga videos, aunque sean sobre temas serios; y se niegan a darme la mano cuando salimos a pasear o a visitar a los amigos; y se empeñan en regresar solas de la escuela donde estudian; y me dicen que me retire cuando me acerco al grupo donde conversan bajito con sus amiguitas; y me tildan de «cheo» cuando les digo que tal canción o tal cantante me agrada; y no soportan los animados infantiles que antes les fascinaban; y ya no me piden leerles cuentos del libro de Hans Christian Andersen; y me dicen «Ay, papi, no entiendes nada» cuando les pido que me expliquen algo por segunda vez; y me exigen que no las llame delante de sus compañeritos por los apelativos cariñosos por los que siempre las llamé; y se enojan si las mando a bañar en la parte de la piscina destinada a las niñas y los niños... Definitivamente, se acabó. Mis hijas crecieron y yo apenas me di cuenta. Siento nostalgia por aquellas chiquitinas traviesas, juguetonas, fantasiosas y risueñas junto a las cuales pasé tantos momentos inmensamente felices. Y, aunque para mí fueron, son y serán siempre las mismas, lo real es que ahora son diferentes. Sí, el reloj del tiempo es inexorable. Y yo, abrumado por los cambios, trato de adaptarme al curso de sus manecillas.