Una vez terminado el concilio de vecinos y después de meditar un poco, se llegó a la conclusión de que una de las propuestas resultaba algo interesante, en verdad. Voy a conseguirme, entonces, una flecha de disparar taquitos o una pistolita de agua (para llenarla con otra cosa); y en uso de las facultades conferidas por el derecho a la legítima defensa, usaremos ambos artefactos para intentar callar esos gritos, que dicen ser pregones y tuercen la vida y el sueño los sábados y domingos, justo a la santa hora de las 6:00 de la mañana.
Al lado de otras, la idea es muy conservadora y tiene muy poco de radical. Algunos concurrentes al sínodo, por ejemplo, propusieron la lluvia de piedras; mientras que otros no resistieron las tentaciones y coquetearon con el cubo de agua, cuyo lanzamiento es considerado por antropólogos e historiadores de la cultura como una de las «armas» más antiguas y convincentes del criollismo cubano.
Así podrá imaginar usted, amigo lector, cómo andan las cosas cuando la ciudadanía en Ciego de Ávila u otros lugares de Cuba se reúne para ventilar ciertos asuntos, que pueden parecer cómicos y hasta poco urgentes; pero que en el fondo apuntan a la decencia pública, la urbanidad, al correcto comportamiento cívico. O para decirlo en pocas palabras: a la responsabilidad hacia los demás, la cual consiste en tener conciencia y actuar bajo el principio de que mis actos no pueden perjudicar a nadie más que a mí.
Ese conglomerado de preceptos cívicos es válido también para la gestión económica; algo en ocasiones olvidado, sobre todo en ciertas actividades que tienen a los vendedores ambulantes de la Cadena del Pan con sus pregones y silbatos —los dichosos silbatos— como el ejemplo principal.
En verdad, no son los únicos y a su lado descuellan otros comerciantes. Desde compradores de botellas y pedacitos de oro hasta los que estremecen el sueño de las tardes —sin importar el descanso de niños o personas enfermas— y aparecen por la cuadra vociferando cuanto artilugio pueda existir.
Solo que el premio se lo llevan los panaderos con su hora, gritos y pitazos. En el Microdistrito C de la capital avileña, por citar un caso, había uno con horario constante: 5:50 de la mañana, sin importar el día de la semana. Los relojes se podían ajustar sin problemas cuando iniciaban sus avisos, inolvidables porque se acomodaba en una esquina ante varios edificios y anunciaba el pan a tutiplén y con la reiteración pesada y machacona de un martillo de fundición. Y entre grito y grito —¡cómo olvidarlo!—, un pitazo a todo decibel, que se alargaba mientras el vociferante tuviera aire en los pulmones.
Ese atentado a voz de cuello se ha combinado con el modus operandi de otros madrugadores, quienes sostienen sin saberlo una emulación simbólica con las locomotoras, al omitir el pregón y pasar a media carrera, emitiendo un pitido constante, que sube y baja de volumen al ritmo de los baches y el pedaleo de la bicicleta. Unos terceros, por último, son menos tecnologizados porque no portan silbato y andan a puro grito con una tesitura de exclamaciones, que, en algunos casos, los asemeja a un rebaño de carneros abandonados y en otros a maridos furiosos sacados de algún cuento de El Decamerón.
El resultado final son derechos básicos lacerados —el del justo descanso y el respeto al espacio del otro—, conflicto acentuado cuando los que avisan al vendedor, piden el pan y observan —vencidos y soñolientos— cómo de las cajas emerge en muchos casos un objeto que, por su aspecto descolgado, ha recibido el eufemístico y popular sobrenombre de «El Desmayado».
No se trata, finalmente, de eliminar una actividad de vendedor ambulante de ese alimento, que en su esencia constituye un trabajo honrado. Lo que se desearía es un ordenamiento y regular bajo la lógica de lo que el sentido común ordena. Así como hay momentos para todo, existen los horarios adecuados, incluso para los pregones. Y si se cumpliera ese orden, al menos el pan se compraría con un poco más de gusto, aun cuando tuviera el dudoso aspecto de un paciente en plena terapia intensiva.