¡Dejen que los jóvenes se equivoquen!, escuché decir en una asamblea a un dirigente profesional. Su intención era la mejor, porque hablaba de incorporar a la generación más nueva en la toma de decisiones, de darle mayor participación, pero me molesté al sentir la trampa inconsciente en esa equivalencia entre poca edad y poco juicio, como si el resto no se equivocara también con bastante frecuencia.
Creemos conocer mucho el bosque, pero no siempre vemos cómo los árboles dan paso a otros hasta en su propia entraña, si eso ayuda a nutrir el lecho vegetal colectivo. En cambio, entre seres humanos los más viejos queremos tener siempre la razón, y mientras más cerca más lejos llevamos ese empecinado opinar sobre buenas o malas elecciones de vida: carrera u oficio, pareja, música, vestuario, lugar para echar raíces...
Si eligen por su cuenta nos aterramos, decimos que les falta visión, garra, empuje, madurez... ¿Acaso no fuimos jóvenes y no soñamos con perpetuar ese estado físico para gozar sus bendiciones por más tiempo? ¿Cómo es que lo bueno para ti debe ser malo en quienes te siguen cronológicamente?
Mi abuela materna trató de cuidar mis noviazgos hasta que alguien firmó en un palacio haciéndose cargo de mi virtud. La paterna decía: Lo que sea, sonará. Era difícil para ella seguirle la pista a diez nietas de criterio y «buen ver» en las que sus genes isleños brincaban de cadera en cadera, del corazón a la boca.
Al final todas nos casamos... y algunas más de una vez, no porque elegimos mal a la primera, sino porque la vida fue variando rumbos y los surcos siguieron más la forma de las piedras que al cansado buey de las buenas costumbres.
Si queremos abrirnos a la participación juvenil en proyectos familiares y sociales tiene que ser en serio: dar riendas de mentirita puede costarles la vida, o cuando menos la autoestima, que es baluarte esencial para el disfrute de vivir.
Exigir adultez y luego cuestionarla a cada paso es una pérdida de tiempo y hasta de coherencia educativa. ¿Es tan difícil respetar lo que hacen o aceptar lo que saben, aunque no lo aprendieran directamente de ti? A esa edad, incluso con los recursos actuales, ¿crees que lo estarías haciendo mejor?
Dialogar no es imponerse ni minimizar los criterios juveniles como desvaríos momentáneos, mucho menos pedirles renunciar a sus sueños ante la sombra de un escándalo porque tocaron fibras de prejuicios ancestrales. Ningún derecho ampara a hacerles sentir que te defraudan con sus decisiones, tan únicas y tan suyas como la vida inhalada hacia sus pulmones en cada respiración.
Emancipar sus pasos es confiar en los nuestros, en esa labor de orfebres que asumimos desde su nacimiento y en los valores que guían a esa generación, que sí existen, aunque estén enterrados bajo un tera de música exótica...
Piensa en tus propias decisiones de antaño, háblales de los caminos que abandonaste y lo que aprendiste en cada uno de ellos. Enséñales con tu ejemplo a contrastar referencias y corregir andanzas, porque un error no siempre deriva en horror... e incluso aquellos carísimos dejan siempre lecciones para protagonistas y espectadores.
Quien no se arriesga no cruza el mar, y en algún punto de sus vidas dejaremos de ser almirantes para convertirnos en faro, si nos ganamos ese puesto. Por eso nunca es tarde para delegar espacios, disfrutar sus aportes y servirnos de sus habilidades con honesta admiración.
Por ley de la vida también les llegará el día de ceder y se acordarán de quiénes fuimos en esa transición, una tarea para la que los mayores nunca tenemos suficiente experiencia, pero al menos podemos asumirla con sabiduría.