Mirando pedazos de La Habana más folclórica, auscultando vibraciones sonoras, nocturnas y diurnas, escuchando trocitos de esta isla muy grande o demasiado pequeña, según la pupila que indague, cualquiera puede creer que, como insisten fértiles reguetones e innumerables timbas generosamente ofertadas en los medios, vivimos en el país de la gozadera infinita. Ciertas letras llegan a preguntar para qué trabajar; confieso que, en días de flaqueza —porque la carne es débil… y también cara—, me he hecho una interrogante parecida.
Huelgan los ejemplos. A veces parece que sobre la tierra en que, según el retrato impuesto, todos bailamos hay un espacio ruidoeléctrico en lugar del radioeléctrico que deslinda el techo de toda nación. Vulneradas no pocas «vallas» que marcan la educación, burladas demasiado a menudo las líneas rojas de nuestro civismo, contravenidos a cada rato los principios del simple sentido común para vivir en sociedad, los paladines de un modelo de proyección social descaradamente regresivo lo defienden «a la vikinga» para triunfar y/o prevalecer en infinidad de espacios públicos.
Si nos dejamos intoxicar por el contenido de los mensajes más ruidosos podríamos olvidar que, por mucho que engorde el estereotipo, ese pueblo bullanguero que (nos) pintamos no es el cubano, al menos no de manera absoluta, porque deja fuera, nada inocentemente por cierto, a los miles y miles de seres que hacen en silencio los deberes de su edad y viven, sufren, ríen y hasta alcanzan un día una muerte silentísima tras haber sufragado, con caudaloso sudor, la perenne pachanga de los otros.
Por el contrario, los mesurados suscriben el espíritu de «callada manera» de acercarse sonriendo de Guillén, el mulato artífice de Motivos de son y Sóngoro cosongo que, pese a elevar la cubanía desde sus genes hasta el Turquino... no sabía bailar. También comparten el «extrañísimo» marcador patriótico con que un Pérez muy especial nos cantó sin voces una Suite Habana que jamás dejará de conmover.
Alcanzados en lo fundamental los objetivos de nuestros eventos libertarios, ahora no se trata de derrocar con la fuerza un engendro sino de sostener un proyecto a base de inteligencia. Por ello, cada Primero de Mayo pienso más en la marcha cotidiana, discreta y serena del trabajo, en el discurso interior de cada uno al iniciar su jornada laboral, que en el bullicioso desfile de una mañana.
Ante un asedio externo que no acaba y que apunta precisamente al corazón de nuestra identidad, es un hecho relativamente frecuente que periodistas y otros intelectuales apelemos al artículo martiano Vindicación de Cuba porque, efectivamente, como en 1889, los cubanos ciertos tenemos que decirles a los The Manufacturer y los The Evening Post de esta época que no somos el país «de inútiles verbosos, incapaces de acción, enemigos del trabajo recio…» que el primero de esos periódicos yanquis describió con la cómplice reimpresión del segundo.
Sin embargo, de poco valdría reiterar principios frente al que no se puede transigir si no admitimos entre nosotros que no pocos compatriotas de hoy reproducen en sus actos la postura ligera que aquellas publicaciones nos adjudicaron.
En un país abocado a pasar dentro de unos meses del arraigado liderazgo histórico a una nueva dirección por arraigarse en la historia, en medio de la necesidad de un más visible activismo político comunitario que nos alumbre mejor el Camino entre los caminos, en frente del vecino de la calle Norte, que cambió la táctica del alacrán por la estrategia de la mantis religiosa —que seduce para matar—, bajo el bombardeo de presiones y tentaciones internas y externas que sufre el decoro ciudadano, los secuestradores del rostro de la cubanía, que intentan vaciarla de sus atributos profundos, deberían saber un par de cosas.
Esos campeones del jolgorio que eluden el sacrificio pero intentan sacrificar la entrega sublime del colectivo y a la sociedad —un par de sustantivos poco escuchados últimamente en la jerga callejera— deben saber que su entusiasmo por hacer y dejar de hacer lo que haga falta para expandir el trazado de su barriga y mejorar la urbanización de su vivienda es simplemente una práctica suicida. Porque en ningún proyecto no cubano sobre Cuba está prevista otra cosa que no sea la rapiña. Nadie espere que las fiestas de los ociosos, las gulas de los inmóviles, la embriaguez del egoísta… corran a cuenta del gran capital.
¡Mire que es imperfecto el socialismo que, por alguna razón, no nos dejan acabar de construir…! Pero el capitalismo que otros han «comprado» voluntariamente para Cuba sería simplemente irrespirable. Al contrario del Comandante que mandó a parar, vendría un pupilo de mister y ordenaría seguir… seguir la saga de lágrimas interrumpida —por el tiempo que decidamos nosotros— en 1959. Sería el ascenso del reguetón luctuoso y la vuelta de la timba sin pan.
El ruido no deja ver. Así como buenos cubanos radicados en el extranjero han sido anulados mediáticamente por grupos de proyección agresiva hacia su tierra que tienen más «volumen» de discurso, también aquí pierde visibilidad el compatriota modesto que, aunque sepa y aporte más, a menudo habla poco, compra al día, «goza» menos…
Cuba necesita de todos sus hijos un mayor compromiso con la nación. No siempre negocio es trabajo; ni dinero, salario; ni venta, aporte social…
No, esta no es una oda a la amargura. Más que el derecho, los cubanos tenemos el deber de la alegría: lo hemos ganado en duros escenarios. En cambio nadie debe olvidar que sigue vigente la aclaración martiana a The Manufacturer: todavía sabemos y debemos pelear «…como gigantes para ser libres».
Los que festivamente solo piensan en sí mismos deben entender que si quebramos la armazón que cobija a este pueblo no habrá nada que celebrar; por el contrario, la gran mayoría de nosotros volvería a sufrir a capella.