Algunos, afuera y adentro, dicen que es mentira. Y, sin embargo, ocurrió de verdad. Otros, más jóvenes y algunos que no lo son tanto, se asombran ante la violencia, se preguntan si lo que ven es, más que realidad, ficción para conmover frente al televisor. Y ante esa pregunta, de nuevo aparecen los hechos, tercos e impenitentes, palpables en documentos, objetos, libros, fotografías y, sobre todo, en el relato de los testigos.
El viejo axioma de que la realidad puede superar a la más frondosa de las imaginaciones reaparece con L.C.B: la otra guerra, la nueva serie de televisión que aborda la lucha contra el bandidismo en la década de 1960. Pero más allá del asunto artístico, la serie trae a colación otras cuestiones, como, por ejemplo: si los hechos están ahí, ¿cuál es la razón por la que sus capítulos levantan tanta polémica?; ¿por qué, incluso, quienes no los miran desde la maldad y la negación se asombran y ponen en balanza de duda lo allí contado?
L.C.B… ha puesto sobre el tintero la necesidad de observar la historia más reciente, esa que nos toca de cerca por varias razones: porque ella tuvo como protagonistas o testigos a nuestros padres y abuelos, y porque, además, ese tiempo puede darnos señales para entender nuestro presente más cotidiano, entre ellas la del derecho de la Revolución y su Estado a defenderse, deber que en ocasiones fue agónico.
La Cuba de hoy es, desde los inicios del período especial, un campo de debate, de replanteos y reformulaciones de conceptos y referentes al interior de la sociedad. Cuestiones tan sutiles e importantes como la urbanidad pública son tenidas como correctas a partir de una chabacanería extendida. Otros actos —como desviar, corromper o lucrar— son sustituidos en su concepción delictiva y legitimados por el concepto de «luchar», portador de un visible sabor a tensiones materiales y sobrevivencia.
Ante esa frontera se levanta otra, marcada por la ética, el sentido de pertenencia al país, al trabajo, el apego a la decencia, y cuyos integrantes, en su inmensa mayoría anónimos, muchas veces no ven retribuido el esfuerzo por obra y gracia de la situación económica, las burocracias y por pirámides que, de tan invertidas a veces, ya no tienen posición alguna en el espacio.
Ambos universos se interconectan en la vida real por una gran cantidad de matices. Pero ambos mundos también se convierten hoy en propuestas de país. O la preservación y mejoramiento del socialismo o la restauración capitalista. En medio de esa tensión de ideas se encuentra la Historia como eje vertebrador y la necesidad de volver a ella.
El debate de la cotidianidad, la lucha del día a día, tienen la peculiaridad de concentrar con fuerza las miradas en el presente y no en el ayer. Por esa causa, el asombro puede aparecer al apreciarse episodios ocurridos con cierta distancia en el tiempo.
Si a ello se le une la existencia de nuevas generaciones poco relacionadas con los episodios del bandidismo y los tan reiterados pecados capitales a la hora de abordar la historia de Cuba, como la monotonía en la enseñanza, la tendencia al teque, presentar los personajes y épocas en blanco y negro o estereotiparlos en buenos y malos, entonces nos damos cuenta de que el terreno está más que fertilizado para el surgimiento de la duda, y con ella la interrogante de hasta qué punto es verdad lo contado en La otra guerra.
Sin embargo, como adelantábamos al principio, los hechos son impenitentes. Y para comprobarlos, recomendaríamos buscar en bibliotecas y librerías de tomos viejos el libro El caballo de Mayaguara, de Osvaldo Navarro, para que se conozca el pasado contado sin afeites por uno de sus protagonistas. Pero si la duda persiste, pues invitamos al lector a visitar el Museo de la Alfabetización en Ciudad Libertad y ver allí la foto del brigadista Manuel Ascunce Domenech, muerto sobre la mesa de la morgue y con las huellas de la tortura. Esa imagen no es ficción. Es la prueba más fehaciente de que en La otra guerra se cuenta la más cruda y digna verdad.