Es muy probable que Face- book sea el cuarto gran océano del mundo. ¿O el primero…? Puede gustar o no, pero está ahí, bullente y vital, incluso para aquellos que viven en la mediterraneidad absoluta de la desconexión. Asomado con mayor o menor frecuencia, uno lo mismo tropieza con bolsones de plástica frivolidad que encuentra en una nota, una mínima nota, el poético oleaje de la existencia.
NolanStrong es el nombre de una página de Facebook en la que se hicieron a la mar del diálogo al menos un cuarto de millón de terrícolas, atentos a las fotos y a los textos, a los «stickers» y emoticones que ilustraron, con manos maternales, el diario de un terrícola pequeño, casi adicto —como tantos de su generación— a YouTube, a las animaciones de su tablet y hasta a una poderosa pistola Nerf de juguete con la que pudo matar a infinidad de malos. Menos a uno.
Nacidos en una, los niños tienen todas las patrias. Son patrimonio del mundo, como los ángeles. Y su esperanza, como escribió una vez alguien que sabía todo de ellos. Nolan Scully vio la luz en Leonardtown, Maryland, pero en solo cuatro años supo saltar de un clic amoroso todas las fronteras.
Viendo algunas fotos, cualquiera erraría: pudiera confundirse con simple malacrianza —un ataque de «mamitis», dirían en Cuba— la postura del muchacho que no quiere separarse de su madre, al punto de seguirla al baño y esperar, acurrucado en la alfombra, que ella acabe de ducharse. Pero no… al contrario, es un ejemplo supremo de apurada madurez. Un caso raro, como su enfermedad.
Nolan no dormía bien, pero soñaba a gusto: quería ser policía o bombero, como su padre Jonathan, que apaga fuegos en Leonardtown. Facebook mostró al chicuelo en su sala de ingreso, con uniforme y placa: «Sargento Rollin Nolan», rezaba su chaqueta.
Desde entonces, no pocos le llamaban «Sargento Nolan». La policía y los bomberos lo nombraron oficial honorario. Así, sin más, un solo niño, cual las medallas, prendió en los pechos de medio mundo ese fuego hermoso que nadie quiere apagar.
No, no hay «anestésicos» periodísticos para el término. Desde sus tres años, Nolan Scully padeció cáncer, concretamente rabdomiosarcoma, un mal extraño que, atacando sus tejidos blandos, lastimaba los hilos sensibles de la parte de la especie humana que sabe que en los brazos de un niño siempre hay un par de alas que cuidar.
Frágil de cuerpo, el pequeño mostró audacia de policía y coraje de bombero: luchó por 15 meses, aunque al final, cuando los tumores comenzaron a oprimir su corazón y acosar sus bronquios, respirar doliera. ¿No es una trampa adulta que tomar aire se torne en juego doloroso?
Ruth, su mamá, estuvo todo el tiempo a su lado. Y también viceversa: muchos preguntan quién cuidó a quién; ellos sabrían. «No tienes que luchar más», dijo la madre cuando solo quedaba sufrir, y como un sabio el pequeñín dio la respuesta de su vida: «Pero lo haré por ti, mamá».
Nolan Scully murió al fin en una noche del pasado febrero. Fue un niño estadounidense. Pudo ser de China o Australia, de Panamá o Argelia, de Indonesia o de Cuba. Fue nuestro, porque todos los niños honran las arcas del mundo.
No era un chico cualquiera. Por un instante, Nolan se atrevió a revertir el coma irreversible para dar un «¡Te quiero!» a su madre. Poco antes, cuando esta le dijo que ya solo podría mantenerlo a salvo en el cielo, el muchacho la tranquilizó:
«¡Entonces me iré al cielo y jugaré hasta que llegues! Porque vendrás, ¿no?».