Todavía me asombro cuando algún periodista me pregunta por qué prefiero escribir para adolescentes y jóvenes y no para adultos, cuando aún cargan los escritores de textos infanto-juveniles el estigma de dedicarse a una «literatura menor». Aunque en todos los casos improviso con palabras más o menos distintas, en esencia mi respuesta siempre es la misma: Los jóvenes son los encargados de cambiar el mundo, de transformarlo, hacerlo mejor. Y, más que dar fórmulas o imponer determinados patrones de conducta, trato de que mis textos los emocionen, les brinden herramientas para ser mejores seres humanos y para que desde la sensibilidad, desde el imprescindible amor y respeto al prójimo, tomen sus decisiones.
En 1881 Martí escribía: «La juventud es una mariposa medio enloquecida», y prefiero pensar que con esa metáfora nuestro Apóstol comparaba el ciclo de vida de los lepidópteros con el nuestro. Primero, en la niñez, como las orugas, nos alimentamos de todo lo que está a nuestro alrededor, dígase estilos de vida y modos de comportamiento; más tarde, en la adolescencia, sedimentamos como una crisálida, casi sin percibirlo, esos valores o antivalores, que vienen a florecer y transformarse en una mariposa en la etapa de la juventud. Esa misma mariposa que, medio enloquecida, irá saltando de flor en flor, mientras impone sus nuevas miradas, sintiéndose responsable de lo que sucederá en el mundo a partir de ese momento.
Sin esa generación iconoclasta, atrevida, rebelde, sin esa generación que disiente a veces incluso solo para llevar la contraria, sin esas contradicciones inherentes a las rupturas entre una generación y la otra, dígase padres e hijos, maestros y estudiantes, tutores y adiestrados, sería imposible la evolución de un país. Sin ese antagonismo sano pero imprescindible, no hay desarrollo alguno. Sin ese «cambiar todo lo que debe ser cambiado», que dijera Fidel y que sin dudas enarbola nuestra juventud como bandera, no fuéramos hoy el país que somos.
Disímiles ejemplos pudiera enunciar donde nuestros jóvenes, desde el protagonismo, nos hacen sentir orgullosos de ser cubanos; sin embargo prefiero pensar en lo que vamos a hacer a partir de ahora, en cómo vamos a seguir ayudando a que nuestra sociedad sea mejor cada día. La primera palabra que se me ocurre es la participación; si hay algo que podemos hacer por nuestro país, ahora mismo, es sentirnos parte, influir en la toma de decisiones en nuestra casa, la escuela, el trabajo. Decisiones que tengan que ver incluso con espacios que no nos sean tan personales.
Si se adormece ese espíritu beligerante de los jóvenes, dejamos de ser jóvenes. Si escuchamos en silencio que «la juventud está perdida» y no demostramos que todos somos responsables de ese perderse o ese salvarse, entonces dejamos de ser jóvenes. Si dejamos que otros nos impongan la banalidad, la chatarra, el mal gusto, la vulgaridad, y asumimos de forma pasiva, sin herramientas que nos permitan discernir qué es lo que nos hace mejores seres humanos, entonces dejamos de ser jóvenes. Tenemos que sentirnos parte necesariamente del presente y el futuro de nuestro país e incluir en nuestro proyecto de vida cómo mejorar ese presente y ese futuro. Eso es responsabilidad sobre todo de los jóvenes.
Recuerden —recordemos— que la juventud, sobre todo la física, no dura toda la vida y dentro de algunos años, cuando los jóvenes sean nuestros hijos, nuestros vecinos, nuestros alumnos, entonces tendremos que decirles que nosotros ayudamos a tener una sociedad mejor y que esa sociedad ahora les toca a ellos mejorarla. Y ayudar a que esa mariposa, de la cual habló Martí en el lejano 1881, tenga vida eterna.