Así son las cosas. Se vuelven más memoriosas que uno, se vuelven uno», dice Haroldo Conti en uno de sus cuentos; donde la vuelta de un hombre a su pueblo se le vuelve pretexto para desnudar las nostalgias del tiempo que pasa y la cruel certeza de que cada objeto que poseemos nos sobrevivirá más allá del final.
Aunque el escritor y periodista argentino, de prosa limpia y musical, no llegó a la vejez porque la dictadura militar de su país se encargó de su secuestro y desaparición cuando tenía 51 años, sus textos me dejan una certeza límpida: desde la madurez no se concibe la existencia con los mismos horizontes de la juventud, porque esta etapa en el camino empedrado de la vida es la de soñar, luchar y fundar.
Ser joven no implica de forma inexorable, por supuesto, tal irreverencia con la realidad circundante ni la determinación de transformarla; también hay jóvenes conformistas o reaccionarios, pero de modo general quien desanda la existencia con el peso de pocos años a la espalda, tiene la capacidad de la crítica sana, del argumento desprejuiciado y, sobre todo, de librarse de poses acomodaticios para rehacer lo que transcurre errado.
Pueden entonces asustarse los mayores por la rebeldía, por los criterios ajenos a diplomacias innecesarias o la insistencia en romper esquemas caducos; no obstante, toda sociedad que pretenda salvarse del estancamiento debe cuidarse de desoír a sus jóvenes, de no implicarlos y condenarlos a la enajenación.
El desarrollo está muy ligado a las alianzas intergeneracionales que permitan a los jóvenes de hoy convertirse en los adultos que mañana deseen e intenten desentrañar la juventud de sus hijos.
Cuba, que como nación ha sido alzada sobre la sangre, los hombros y el pensamiento de revolucionarios noveles como Martí, Villena, Mella, Abel, Haydée, Vilma, Camilo, Fidel… no escapa hoy de esos desafíos, consustanciales a todo Estado, pero vitales dentro de un proyecto social emancipador y que pretende escapar de la rueda deshumanizadora del capitalismo.
No creo que las y los jóvenes cubanos —como quieren hacernos creer— anden desmovilizados, perdidos, o que renieguen de la Revolución y sus símbolos. Conozco a quienes le ponen ganas a su parte de la historia; no obstante, con la misma pasión de entregarse a su trabajo, se duelen de las rutinas grises, de las ineficiencias, de los discursos huecos. Se duelen y lo dicen, porque hay edades incapacitadas de quedarse en silencio mientras todo pasa, y ahí radica su virtud más valedera.
Preocuparse por la juventud no implica solo estudiarla científicamente, crear planes para su motivación o promoverla a cargos directivos; ella necesita ser escuchada desde la igualdad y estimulada a una participación respetuosa de sus códigos, saberes y formas de entender los procesos.
Bien lo sabía otro argentino estremecedor que tampoco llegó a viejo, pero nos llamó a los jóvenes a enfrentar lo mal hecho quienquiera que lo orientase. Era el Che de la Revolución triunfante y sabía que ese ciclón social necesitaría siempre del oxígeno juvenil para ser y crecer.
Los años en que las cosas no son receptáculos memoriosos, en que el ayer no es tan significativo ni el mañana una incertidumbre, los años en que el poco vivir impulsa la asunción de riesgos no deben compulsar en los otros el temor al poco compromiso o la superficialidad, sino más bien la fe en el futuro que es también la fe en la obra.