Desde pequeño la gente lo llamaba jocosamente así. Y no porque sus extremidades inferiores tuvieran parecido con las del mamífero rumiante de cuernos y pezuñas. No. Era porque, como malvivía con su familia a un costado del matadero municipal, el condumio que con más frecuencia aplacaba su insaciable apetito consistía en un poco de caldo salcochado con patas de vaca.
A fuer de liarse a trompadas todos los días contra el hambre y la penuria en el despiadado ring de la vida, Pata’e vaca comenzó a boxear. Gavilán, un vejete del barrio, lo enseñó a tirar swines y ganchos. Aprendió tan rápido que un comerciante local decidió patrocinarlo. «En lo adelante serás Kid Bombón», le dijo. Y con el nuevo alias lo trepó sobre un cuadrilátero.
Se convirtió en una máquina de lanzar golpes. ¡Pum pum…, pum pum…! Sus rivales se desplomaban cuan largos eran, fulminados por la potencia de sus puños. «Uno, cinco, ocho, diez… ¡nocaut!», decretaba el reefere. «Hurra, Bombón», vociferaban sus admiradores. ¡Pum pum…, pum pum…! Otro contrincante fuera de combate. Muy contados le llegaban de pie al último round.
Al socaire de sus éxitos, su celebridad saltó las cuerdas del terruño y se anunció a bombo y platillo en otras localidades. «¡No se pierdan la pelea estelar de esta noche: Kid Bombón vs. Relámpago Suárez!», recomendaban los carteles. Y cuando sonaba el gong a la hora pactada, subía al encerado envuelto en una bata de color azul brillante, saludaba al público, lanzaba unos golpes al aire y le propinaba una paliza al ídolo anfitrión.
Amén de abundante comida, en su menú existencial no escaseaban el ron y las mujeres. Tampoco los adulones y los arribistas. La gloria y la fortuna lo acompañaron durante cierto tiempo. Hasta que un día —¡ay!— lo abandonaron. Hombre analfabeto, nunca supo de cuentas ni de cálculos. Y eso lo supo explotar muy bien su hábil patrocinador, que lo esquilmó hasta dejarlo en la ruina.
Por entonces padecía de artritis y no deslumbraba como otrora. «Estás acabado», le decían. Sin dinero y sin amigos, lejos de su pueblo y de sus parientes, vagaba como una sombra por los gimnasios. Un promotor compasivo quiso ayudarlo: «¿Te atreves a boxear otra vez?, le preguntó. Si vences te ganas 20 pesos. Con esa suma podrás comer bueno este fin de año». Aceptó.
Su antagonista era un púgil venido a menos, tan necesitado como él. Los presentaron y, en lugar de aplausos, recibieron burlas. «¡Parecen dos momias!», se mofaban los espectadores. Fueron al centro del ring, chocaron sus guantes y les ordenaron comenzar. Sus piernas y sus manos no tenían la velocidad de antes. Aun así, ensayó una combinación. Luego tiró la izquierda y se fue en blanco. En ese instante escuchó la frase que no olvidará:
«¡Tírale con la derecha, Pata’e vaca, tírale con la derecha!».
¿Había escuchado bien? No, imposible. Le habían gritado Pata’e vaca desde las gradas. ¿Cuántos años hacía que nadie lo llamaba así? Era alguien de su pueblo, seguramente. Algún conocido, quizá. Para confirmar su sospecha, ladeó un instante la cabeza en dirección a donde aquel hombre, de pie entre el gentío, gritaba y gritaba: «¡Tírale con la derecha, Pata’e vaca…!».
El instante de distracción fue suficiente para que un derechazo de su rival lo dejara sentado sobre la lona. Pata’e vaca, o Kid Bombón, o Leandro —como me dijo luego que se llamaba—, sintió como si muchos pajaritos revolotearan alegremente alrededor de su cabeza. Y, cráneo adentro, como si un millar de abejas se hubieran puesto de acuerdo para zumbar todas al mismo tiempo.
Le contaron hasta diez, pero podían haberlo hecho hasta mil. Recobró la conciencia en el camerino. «No sé qué te pasó, porque estabas peleando bien», le dijo, extrañado, su entrenador. Y en eso vio venir a su encuentro a aquel hombre todo sonrisa.
«¡Pero Pata’e vaca, te dije que tiraras con la derecha!», oyó.
Miró con fijeza al recién llegado y creyó reconocer en su fisonomía a un antiguo mataperros del barrio. Sí, era el mismo que le gritaba desde las gradas que lanzara la derecha. Por su culpa tuvo aquel segundo de distracción, aprovechado por su rival para propinarle el primer fuera de combate de su vida.
«Así que fuiste tú…, le contestó, reticente. Así que con la derecha… Mira, compadre, derecha es la que yo te voy a dar ahora a ti por haberme dejado sin comer este fin de año».
Y con la misma se le encimó y le encajó en la mandíbula tal puñetazo que hubo que echarle agua para que se recuperara.