Una mañana, cuando era niña, amontonó un ejército de bibijaguas, las envolvió y las colocó dentro del bolsillo de un varón altanero.
En otra fecha, junto a sus hermanitas, pintó el caballo de un policía en Media Luna y lo soltó a la calle, algo que provocó el asombro o la risa de todos.
Una vez se escondió donde ningún cuerdo la supondría: dentro de un mar de marabú, del que salió con incontables espinas clavadas en el cráneo.
Y en ciertas ocasiones supo vestirse de embarazada, usar pelucas que le dieron aspecto de «señora», o disfrazarse de sirvienta y campesina.
Su vida fue eso: una montaña de actos sorprendentes, colmada de cimas, en la cual habitaron las travesuras, los detalles, los riesgos y las historias seductoras.
Obraba como nadie, con la sencillez en que la educó el padre amado y con la complejidad de la mujer que se hizo mito, un mito edificado sin pretensiones ni altanerías.
Gustaba del blanco en la ropa, se dejaba raptar por los amaneceres, conoció el fracaso amoroso en la juventud, escribía con letra ininteligible en los exámenes, fumaba sin parar, apenas pellizcaba la comida, bailaba con excelencia, temía a los ratones, le fascinaban la pelota y el bordado, esquivaba las entrevistas, quería permanecer anónima con una simple Mariposa colgándole en el pelo, era incansable para el trabajo…
Fue, en decenas de hechos, la primera. Manejaba el carro del padre cuando pocas mujeres se atrevían a conducir; montaba en la avioneta de un amigo que hacía mil piruetas en el aire, se enroló en la expedición que llevó la escultura de Martí hasta el Turquino, organizó la red que salvó a los dispersos después de un «naufragio» en tierra, inauguró la presencia femenina en la guerrilla romántica que hizo realidad muchas quimeras.
Se convirtió en madre o en madrina de cientos de muchachos de la Sierra. Tuvo, para todos, tiempo, ese que hoy falta a algunos sin tantos volcanes de responsabilidad. Tiempo para leer cartas de quejas o solicitudes; tiempo para guardar los papelitos que después ayudarían a reconstruir la historia; tiempo para atender una llamada telefónica en el silencio de la madrugada.
Era diputada, miembro del Consejo de Estado, del Comité Central y no se infló jamás por ningún puesto cumbre ni miró por encima del hombro a un semejante. Resultó, durante más de 20 años, no la sombra de Fidel, sino la luz para Fidel, como dijera Eusebio Leal.
Tenía 59 años cuando se marchó a la sobrevida aquel 11 de enero de 1980, cuando Cuba quedó sacudida con la noticia. Su halo, a la vuelta de 37 años, parece hacernos mucha falta.
Su nombre, Celia Esther de los Desamparados Sánchez Manduley, parece estar diciéndonos que nunca olvidemos las raíces, que jamás dejemos de mirar a quienes tienen menos, que todos hagamos como ella si queremos un país mejor; exijamos a los que andan a destiempo, pongamos cada piedrecilla con precisión milimétrica en su sitio, busquemos siempre una nación donde crezcan los caracoles, los helechos, la rectitud y el simbolismo de nuestras palmas.