Nunca pensé llegar al tercer milenio, tan distante parecía cuando el despertar de una mañana anunció la partida del dictador Batista. Considerada por muchos un imposible, la estrategia diseñada por Fidel había triunfado. Su palanca principal consistió en confiar en el pueblo. De sus entrañas nació el Ejército Rebelde. Campesinos y combatientes llegados de las ciudades aprendieron el manejo de las armas, unido siempre al estudio, a la voluntad de superación, al entendimiento de la causa de las cosas.
La formación de la conciencia y la recuperación de la confianza en las propias fuerzas recibieron una atención priorizada. La victoria fue tan sorprendente que la noticia ocupó titulares de primera plana en los periódicos y en los informativos de la radio y la televisión en países donde hasta ese momento, poco sabían de nuestra Isla.
El mundo recién salía de una guerra que involucró a más de un continente, impulsó el proceso de descolonización mientras, a la vez, apuntaba paradójicamente hacia su posible autodestrucción. Con el uso aberrado de la ciencia, Hiroshima anunciaba la posibilidad de conflictos aún más destructivos.
La historia no se repite dos veces de la misma manera. A pesar de lo dicho por Marx, la segunda vuelta puede inclinarse a la tragedia más que a la farsa.
Más que nunca, en el 2017 que comienza, Revolución significa entender el sentido del momento histórico, cambiar lo que debe ser cambiado para resguardar valores humanos y el respeto que nos debemos los unos a los otros. Son tiempos difíciles cuando el poder financiero accede directamente al ejercicio de la política y los medios construyen opinión pública, modelan mentalidades.
Para nosotros los pequeños, vale la pena seguir extrayendo lecciones de las más remotas tradiciones populares. El oro no se come, y contaban los colombianos que la astucia del conejo puede vencer la fuerza del tigre. En el fondo de nosotros mismos, tenemos que encontrar las vías para salir de nuestras dificultades.
Limpiar la casa es costumbre de fin de año. Cuando se hace a fondo y se registran cajas arrinconadas, aparece lo desechable y se redescubren objetos olvidados recubiertos de polvo. Rescatarlos, devolverles el brillo perdido, permite dotarlos de nuevas funciones y de vida útil. El entorno doméstico y su imperiosa cotidianeidad son la primera célula del andamiaje social. En ese terreno concreto se dilucida en última instancia el debate de los valores. Allí chocan el ideal y la realidad. De la necesaria confrontación entre ambos ha de surgir el modo de superar nuestras dificultades.
La vida, dijo el poeta clásico, es un río que conduce a la mar, que es el morir. Ante esa verdad, el ser humano tiene varias opciones. Una de ellas se reduce a dejarse arrastrar pasivamente por el curso de las aguas y correr el riesgo de hundirse en sus remolinos y turbulencias. La otra vía demanda agarrar el timón de la barca, con la brújula orientada a un propósito de mejoramiento que articule lo personal y lo colectivo. El tesoro escondido está en lo más profundo de cada uno de nosotros, en tanto seamos personas en nuestra capacidad de crecer y juntar voluntades, de barrer las hojas muertas que recubren el césped y ocultan la belleza del jardín que nos rodea. Hay, en lo más viviente de nuestra tradición, reservas de creatividad. En ellas debemos depositar nuestra confianza.
Es la gran lección de nuestra historia en el último medio siglo. La confianza hizo posible vencer el analfabetismo, emprender una revolución educacional, impulsar un desarrollo científico que está rindiendo frutos en todos los terrenos, incluido el económico.
Sin lugar a dudas, el actual contexto es mucho más difícil. La concentración del poder económico y político va acompañada de otros fenómenos. Sobre la base del consumismo, se ha ido construyendo una mentalidad y una filosofía de la vida. Afirma el disfrute del presente en espera de un futuro borroso. Por ese camino se llega a la impotencia y a la desesperanza.
Transitamos por un milenio que comenzó de manera ominosa con el derrumbe de las Torres Gemelas. Las guerras que se desataron provocaron la expansión del terrorismo. La visión de sus víctimas inocentes difunde el miedo, y este último favorece el ascenso de la ultraderecha.
Todo comienzo de año tiene algo de inaugural. Se repasa lo sucedido para seguir hacia adelante. En la coyuntura que nos toca, tener sentido del momento histórico exige explorar las contradicciones fundamentales del mundo contemporáneo. En un planeta desgarrado por la violencia y el miedo, nuestras playas y nuestras ciudades son apacibles. Sobre esa base, hay que preservar lo que tenemos para nosotros y para nuestros hijos. En el plano más íntimo de los valores, hay que limpiar el espíritu con agua fresca y transparente, echar a un lado rencores y amargura, unir voluntades. Para lograr ese propósito, José Martí mostró la ruta. Tendió un puente entre generaciones. Devolvió la esperanza a los veteranos de la Guerra Grande y confió en los pinos nuevos.
Fidel se entregó a la tarea de renovar el consenso ente distintos modos de interpretar la realidad, siempre y cuando, al final del sendero, la concertación cristalizara en el proyecto revolucionario. Hoy más que nunca, el trayecto se cimienta en la voluntad inquebrantable de respetar y ser respetados desde nuestra condición compartida de seres humanos. Alejo Carpentier nombró Sofía a la protagonista femenina de El siglo de las luces. Nada es azaroso en la obra del escritor cubano. Etimológicamente Sofía significa sabiduría. Después de atravesar el rebote americano de la Revolución francesa, se ha instalado en Madrid con su primo Esteban. Allí los sorprende la invasión de las tropas napoleónicas. El pueblo se lanza a las calles para enfrentar al agresor. «Hay que hacer algo», afirma Sofía interpretando el sentido de ese momento histórico y desaparece junto a Esteban en el fragor del combate. No siempre se requiere el llamado del sacrificio extremo. Limpia el alma, lo usual consiste en construir lo grande con el riguroso cumplimiento de la tarea que nos corresponde.