Llega el fin de semana y con él un poco de tiempo para salir del círculo casa–trabajo. ¡Qué placer idear la salida nocturna, buscar en la cartelera una opción económica, edificante y divertida (por ese orden); escoger un vestido, arreglarse más de lo usual y olvidarse por un rato de las obligaciones cotidianas!
Así, pletórica y con espíritu aventurero, fui la otra noche al teatro con mi esposo. No teníamos entrada, pero confiábamos. De lejos, vimos a la compañera de la taquilla en su puesto. Buen síntoma. Pero desapareció antes de que nos acercáramos lo suficiente.
Regresó a los 15 minutos. Y cuando, con mi más amable sonrisa, le pregunté si quedaban localidades, respondió: «Solo tengo segundo balcón», con un tono que llamaba a arrepentirse.
Claro, animados como estábamos, nada nos haría mella. Boletos en mano atravesamos una entrada repleta de vendedores de manzanas, pellys, flores plásticas, rositas, chicles, globos...
Subimos las escaleras, nos acomodamos y apenas al apagarse las luces sentimos los asientos estremecerse. Alarmados, empezamos a buscar lo que nos desconcentraba, justo al inicio de la función: una niña pateaba indiscriminadamente los espaldares de nuestra fila.
Una y otra vez arremetía, y por más que mirábamos a la madre, allí a su lado, ella no hacía nada. Buen rato estuvimos en la disyuntiva de si decirle algo a la entretenida progenitora o no, hasta que por suerte los golpes menguaron.
Entonces, cuando más imbricados estábamos en la coreografía, nos asaltó el molesto ruido de unos pellys que los espectadores vecinos devoraban con entusiasmo. El paquete pasaba de mano en mano, las muelas trituraban y a mí me parecía que allá abajo los bailarines podían marcar el tiempo al compás de la masticación.
Como nada es eterno, los pellys se acabaron y pensamos que la paz llegaría; pero entonces dos muchachas emocionadísimas sacaron sus celulares y empezaron a filmar, con un flash incorporado que algunas cámaras profesionales envidiarían.
No sé cuándo a la mayoría del auditorio le dio por atrapar el instante en sus móviles, pero llegó el momento en que ya no estábamos a oscuras. Ahí empezamos a sentirnos más impotentes, porque al inicio del espectáculo habían comunicado la prohibición de filmar y la indicación de apagar los teléfonos.
Fue tanto el desparpajo colectivo, que una de las artistas tuvo que interrumpir la puesta para pedir que apagaran los aparatos. Casi todo el mundo los guardó, y mientras yo desfallecía de un ataque de alipori (vergüenza ajena), dos o tres seguían grabando como si con ellos no hubiera sido.
Así llegaron los últimos minutos de la propuesta; sin embargo, antes de que el telón cayera, muchos se percataron de que el fin estaba próximo y empezaron a pararse y marcharse, desesperados por alcanzar la salida como si alguien hubiera dicho: «¡Fuego!».
De más está decir que mi esposo y yo permanecimos hundidos en nuestros puestos, impedidos de ver el final por los que se iban, y aplaudiendo fuerte para, como nos enseñaron desde pequeños, agradecer a los artistas por su entrega.
Cuando las luces se encendieron, el suelo de la fila estaba lleno de pellys aplastados y paquetes vacíos; y lo lamenté, porque una de las primeras cosas en que había reparado en la noche había sido justamente el grado de conservación de las butacas.
Si en algo reflexionamos de vuelta a casa, fue en que los cubanos pasamos por alto apreciar que la democratización de la cultura es un logro de nuestro sistema social; que ir a un teatro, a un cine, o incluso, comprar un libro, son lujos en otras tierras. Por tanto, deberíamos retribuir y agradecer esas oportunidades con mayor civilidad, la que redunda también en respeto al otro.
Y claro que es asunto para el que debe preparar la familia y la escuela, aunque del mismo modo las instituciones culturales deben ser más rigurosas a la hora de hacer cumplir sus normas en lo referente al uso de dispositivos electrónicos, consumo de alimentos y también de vestuario. La impunidad conduce a mayor infracción de lo dispuesto, y el mal tino de algunos lo pagan todos los que desean y merecen pasar un buen rato.