Para muchos, tan sólidamente instalados como la fortaleza del Morro, cada diciembre anuncia la llegada del nuevo cine latinoamericano. Sin embargo, sus inicios datan de ayer, asociados a un movimiento descolonizador que animó nuestra cultura y encontró en la Revolución Cubana apoyo moral y material, aparejados ambos al crecimiento de un público inquieto, crítico y conocedor de lo que suele llamarse el séptimo arte.
En una mañana de remembranza y homenaje, el Festival evocó el nacimiento de la Escuela de San Antonio de los Baños y la figura de Julio García Espinosa, fundador del Icaic, cineasta y pensador, partícipe de una hazaña de creación compartida con Alfredo Guevara, Santiago Álvarez y Tomás Gutiérrez Alea con el respaldo de Fidel, que entendió como pocos el papel del cine y de la cultura en el proceso de emancipación.
Observar los acontecimientos en su secuencia cronológica revela vertientes insospechadas de los procesos culturales. En el primer semestre de 1959 surgieron el Icaic y la Casa de las Américas. Se promulgó también la reforma agraria, vieja demanda histórica considerada por los constituyentes del 40, nunca aplicada en la práctica. De esa manera, se proscribía el latifundio, se eliminaban los desalojos, así como la sobrexplotación de aparceros y arrendatarios. La implementación de la medida constituía un acto liberador que ofrecía la posibilidad de una plena realización personal a la familia campesina.
La aparición del Icaic y de la Casa de las Américas parecía relacionarse con una zona de la realidad bien diferente. El drama agrario y la dependencia económica configuraban las condiciones de vida de lo que por aquel entonces empezaba a llamarse Tercer mundo. Ese mundo emergente tenía que encontrar voz propia y reivindicar los rasgos de una identidad subyacente. Por razones históricas, la América Latina se situaba en el círculo más inmediato de ese universo común. El cine, en rápida expansión, conjugaba imagen y sonido. Alcanzaba un alto valor artístico y comunicativo. El celuloide en la sala oscura cruzaba fronteras y distancias. Establecer las bases para una producción nacional representaba también una acción liberadora, vinculada al reconocimiento de qué somos y la necesaria democratización de la cultura. Con la filmación de Por primera vez, Octavio Cortázar dejaría testimonio de una verdad olvidada con el paso de los años. En pleno siglo XX, los contemporáneos de otros cubanos instalados en centros urbanos deslumbrantes, descubrían la electricidad y las imágenes proyectadas en una pantalla.
Exportador de materia prima, el país era consumidor de cine. Los fundadores del Icaic diferían en sus gustos artísticos, pero compartían un proyecto de nación. Acompañaron la tarea creativa con el desarrollo de concepciones teóricas que abarcaron los problemas de la sociedad, los de la cultura y aquellos concernientes a la función del cine y sus vínculos dialógicos con el espectador. Bajo la dictadura de Batista, un equipo animado por García Espinosa emprendió la realización de El Mégano, sobre la vida de los carboneros. Considerado testimonio peligroso, el material fue confiscado por los cuerpos represivos y sus realizadores, reprimidos, recibieron una fuerte advertencia.
Con toda justicia, este año los cineastas han rendido homenaje a Julio García Espinosa. La evocación no ha soslayado la nostalgia por la pérdida. Fieles a la vocación de servicio latente en todo creador, la convocatoria al recuerdo se ha centrado en la vigencia productiva de su pensamiento en una época caracterizada por la presencia invasiva del mensaje audiovisual a través de canales que no se limitan al espacio de la sala oscura que conocimos cuando éramos jóvenes, sitio acogedor donde se veían películas y se iniciaban noviazgos a espaldas de la vigilancia familiar.
En estas líneas algo apresuradas quisiera apuntar tan solo la importancia de dos núcleos conductores del pensamiento de Julio García Espinosa. Uno de ellos responde a inquietudes que van y vienen en nuestro contexto. Se trata de la identidad nacional. Muchos quisieran cercarla en una fórmula tangible y bien definida, lista para ser administrada en algún brebaje de rápida absorción. Si fuera así, nos encontraríamos ante una cultura muerta, castrada ya de su poder unitivo y convocante. La identidad es un valor actuante porque sigue viviendo en un proceso de permanente construcción. Para Julio García Espinosa, uno de sus nutrientes se encuentra en la multiforme cultura popular. En ella reconoció buena parte de su formación primera en el habanero barrio de Cayo Hueso.
Por ese motivo, algunos lo tildaron de populista. En verdad, su voluntad integradora se forjó en una experiencia de vida, junto al dominio de herramientas de análisis procedentes de lo más elaborado del pensamiento y la creación. Poseedor de una amplia información en los campos que le eran más afines, percibió tempranamente algunos de los peligros que nos amenazan.
Traducida en espectáculo al alcance de multitudes, la creación artística corría el riesgo de perder su condición de medio para la exploración de la realidad. El acontecer político contemporáneo con sus ribetes farsescos parece confirmar aquella temprana intuición de García Espinosa.
La fuente nutricia esencia de este ideario se encuentra en la búsqueda del diálogo entre la obra y su destinatario, reconocido como partícipe co-creador de los procesos culturales y, por lo tanto, constructor consciente de su historia y su identidad. No se debe reducir el pensamiento a un recetario esterilizante. Las ideas viven mientras se ramifican, asidas al tronco del árbol, su contexto real. Hoy necesitamos volver a los orígenes para someterlos a una lectura vivificante.