Es mayúsculo el dolor cuando la bandera enmudece y se para a mitad del asta. Cuando, cual madre que pierde a un hijo, se aparta desconsolada y solo atina a evocar. Cuando, transido de sufrimiento, su escudo palidece hasta fundirse en la estrella. Cuando se niega a subir el resto de su colina y aferra sus cinco franjas a una altura en medianía desde donde estar más cerca del líder que se despide.
Que la enseña amada muestre sus lágrimas tricolores, como aquellas que vertió un infausto mediodía a la vera de Dos Ríos, parece solo el principio: en tierra, también la gente parece andar incompleta, buscando su otra mitad.
Desde el viernes 25, a cada cubano le falta un trozo: Fidel mismo nos enseñó cómo hacernos comandantes. ¿Quién puede derrotar a un país pequeño con once millones de comandantes tras un Jefe como él? Nadie ha podido. Pero ahora que el líder del Moncada toma a solas otro Granma para irse a Santiago, nos deja con la certeza de que estamos mutilados.
No hace falta palparnos: son fracturas del alma. Hay un quiebre dentro de usted y de mí, del otro y de hasta del que no ha llegado aún. Un sismo en la identidad. Un cambio climático. Un calentamiento espiritual. Nos embarga la pena; podemos proclamarlo porque solo un pueblo que pare héroes semejantes tiene derecho a llorar.
Todos los verbos cubanos se quedan en la mitad. En adelante, habremos de recuperar —como los músculos dormidos o el nervio sin conexión— las costumbres alegres. El Jefe no nos perdonaría la amargura perenne. Aunque un pedazo nuestro se ha ido con él, estaremos intactos: en su cotidiana vuelta, Fidel nos guiará, con la enseña, a lo más alto del asta.