Empinar el codo mesuradamente y en buena compañía no será jamás un acto censurable. Cualquier plática salpicada con una buena dosis de esa «mezcla culta de factores incultos» —como alguien llamó al coctel cubano— puede resultar asaz provechosa, siempre que el tema elegido evada las tentaciones de la banalidad.
Hace unas noches compartía un par de copas con una amiga cuando se acercó a nuestra mesa un poeta al que profesamos gran admiración. Nos saludamos y, durante unos minutos, echamos un parrafito en torno a un libro suyo de reciente salida. Pero el vate andaba apurado. Así que se excusó y, a guisa de despedida, nos regaló una frase muy famosa de no recuerdo cuál autor.
Tan pronto dio la espalda, mi amiga comentó: «Tiene tremenda cultura, ¿no crees?». Respondí: «Sí, pero, ¿lo dices solamente por sus lecturas y por su habilidad para buscarles rima a las palabras? Cultura es algo más». Y ambos convinimos en que, en efecto, la potencialidad semántica del término desborda con creces los umbrales de las estrofas y el enciclopedismo.
Se trata de un estereotipo bastante extendido. Se sustenta en la certeza de que «tener cultura» simboliza, exclusivamente, la excelencia en el gusto por las artes y las letras. O conocer a fondo los más diversos temas, ya sean literarios, políticos, científicos, filosóficos... Dicho en buen cubano, refrenda que «tener cultura es como saber de lo humano y lo divino».
La apreciación es más romántica que realista. Definitivamente, está por nacer —y de hecho, nunca nacerá— la persona capaz de dominar el caudal de conocimientos generado por el hombre desde su aparición sobre la superficie del planeta. Incluso, la añeja pretensión de «saber algo de todo y todo de algo» se torna escurridiza. No existe cátedra ni pergamino que lo propicie.
El conocido periodista franco-español Ignacio Ramonet abordó el tema desde su perspectiva. Aseguró que si antes padecíamos por la escasa información, hoy disponemos de tanta que se torna imposible procesarla toda. Las nuevas tecnologías la llevaron del defecto al exceso, en especial desde el debut de internet.
En los tiempos actuales, el concepto de cultura tiene un perfil más amplio. Aglutina todas las expresiones en que se manifiesta el devenir de una nación. Es la que se intenta masificar en Cuba. Una cultura basada en sus tradiciones y sus costumbres. Y forjada a partir de un desarrollo intelectual en el que toman parte acciones como la lectura, el estudio y el trabajo.
A diferencia de lo comúnmente aceptado, la auténtica cultura no se cuantifica a escala individual, sino colectiva. Entraña un patrimonio que honra a la sociedad que la crea y se transmite de una generación a otra. «Ser cultos es la única forma de ser libres», dijo José Martí. Y Fidel lo complementó al advertir que «la cultura es lo primero que tenemos que salvar». Ambos aludían a la cultura en su gama más inclusiva y abarcadora.
Cultura es todo lo que el hombre tributa con su trabajo manual o intelectual a la cotidianidad. Se le identifica igual en un lienzo de Picasso que en un guateque campesino. No hay cultura plebeya ni cultura aristocrática. Existe la sabiduría humana, que no conoce de linajes.
Masificar la cultura es enaltecerla. Y no con mera erudición distanciada de la vida, sino con una avalancha de saberes que involucre a las mayorías.
Hay cultura en un proverbio y hasta en un coctel. Pero, sobre todo —y amén de las estrofas y el enciclopedismo—, la hay cuando una sociedad conserva a buen recaudo sus tradiciones, las actualiza a la luz de los nuevos saberes y las incorpora a sus rutinas como una alternativa indispensable para el mejoramiento de sus hijos. Es la verdad monda y lironda.