Esta es la historia real de cómo un grupo de turistas pasó por la Isla y posiblemente se haya llevado de esta más interrogantes que respuestas, más prejuicios que entendimientos apegados a una realidad ya de por sí compleja para quienes la construimos y la vivimos.
Los vi hace unos días en el mercado agropecuario y supermercado de 17 y K, en el Vedado capitalino. Iban, para mi alegría, como suelen ir muchos que pueden ser avistados últimamente en cualquier esquina de Cuba: mochila y cámara en ristre, desenfadados, seguros con la paz en derredor y siempre con ese ademán distante del forastero que tiene poco tiempo para beber, lo mismo de la arquitectura, que de nuestra gestualidad.
Lo interesante eran sus rostros marcados por la curiosidad y el asombro, en un escenario que a nosotros los cubanos nos obliga a estar bien despiertos y no pocas veces nos pone los pelos de punta. En aquel mercado los turistas, obturador listo, intentaban atrapar toda imagen que les ofreciera pistas sobre quiénes somos.
Aquel grupo de personas casi todas muy jóvenes, no dejaba de posar sus miradas en las tarimas inmemoriales, en las «tablillas» de precios, en los trozos de jamón y carne de cerdo acechados por la impertinencia de las moscas, en el vestuario de quienes conformábamos eso que llamamos cola —y que no es precisamente la de una salamandra o la de un gato—, y hasta en las chancleta de mil batallas de una cubana ataviada de bolsos, de jabas, y de la incomparable paciencia de una gladiadora invencible.
En un rápido ejercicio de imaginación intenté dibujarme lo que estaba quedando atrapado en la memoria de los visitantes, incluso el ángulo que tal vez podría conformar después la exposición fotográfica de alguien en un país donde no se habla español. La expedición avanzaba sin que nadie pudiera explicarles lo que ocurría ante sus ojos. El guía, cubano que iba con ellos, no articulaba palabras, más bien llevaba cara de resignación, diría que hasta de actitud vergonzante; los dejaba caminar como si fueran la excursión conmiserativa en medio del espectáculo de la pobreza.
Fui tomada por una mezcla de indignación y tristeza, porque más allá de ausencias materiales, deficiencias y fealdades de una realidad ante la cual somos los primeros en rebelarnos, todos los patriotas tenemos el compromiso moral de explicar a quien se nos acerca desde otras latitudes del mundo los porqué de ángulos mustios, de una escasez que está ahí, a un primer golpe de vista y que incluso atraviesa las conductas, pero cuyas raíces se hunden en lo más profundo de un devenir histórico donde sería imperdonable olvidar esa guerra que todavía hoy nos niega el agua y la sal por querer llevar derrotero propio.
Es justamente en esos episodios cuando debemos intentar que el turismo no se quede en la «cáscara», no se retire entre el espanto y la piedad, llevándose consigo algunas postalitas y hasta el consolador recuerdo de una propina dada.
El turismo lo hacemos desde todo y entre todos, como dice mi amigo José Alejandro. Aquí el visitante no se parapeta en habitaciones-burbuja, sino que sale a nuestro encuentro; y aquí, cuando hablamos de realidad compleja, eso significa que, entre otras cosas, la humildad palpable se entreteje con los logros más encumbrados, capaces de competir con los más grandes a nivel internacional.
Como escribiera Martí en el imprescindible ensayo Nuestra América, las armas del juicio vencen a las otras. Hacer silencio cuando nos toque explicar o ayudar a desentrañar circunstancias sería asumir la actitud de esos hombres de siete meses que describió en ese mismo texto nuestro Apóstol: «A los sietemesinos sólo les faltará el valor. Los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses».
Las mercancías tendrán que estar envueltas en celofán, sus expendedores deberán contar con guantes asépticos listos para despacharlas, los precios algún día serán otros, más alcanzables. Pero hay una dimensión «intangible» y sagrada, que no se importa ni contabiliza: allí donde habitan la autoestima, el valor, la humildad, la dignidad, el amor a lo propio.