La imagen más nítida que guardo de Fidel es la de aquella noche del año 2000 cuando, luego de una intensa jornada de trabajo, departió con un grupo de jóvenes en su oficina del Consejo de Estado.
Eran los inicios de la Batalla de ideas. Y preparábamos una tribuna contra el robo de los fondos cubanos congelados en Estados Unidos. Precisamente, unos días antes el Comandante visitó Naciones Unidas para la Cumbre del Milenio. En su discurso denunció las sucias campañas del imperialismo y su intención de arrasar con los pueblos, aunque para la prensa mundial el clímax de su presencia en Nueva York fuese el breve y cortés saludo con el entonces presidente Clinton, en uno de los pasillos del salón de conferencias.
Con su típico uniforme verde olivo, estaba ahora ante nosotros. Y mientras cada uno de los pioneros, estudiantes de la FEEM y la FEU perfilaba su discurso, Fidel caminaba y caminaba frente a nuestras sillas, hacía preguntas, lanzaba una broma y era uno más en el pequeño equipo juvenil que al día siguiente saldría a un combate con las municiones del pensamiento.
Me impresionaron aquellos pasos de Fidel. Parecía que su desplazamiento de un extremo al otro de la alargada mesa marcaba la velocidad de sus ideas, con un ritmo casi imposible de imitar. Pero el constante crujir de sus botas de guerrilla no le impedía que se concentrara en cada frase, ni entorpecía su disposición al ameno diálogo. Lo noté muy cercano y a la vez como venido de otros siglos, de un espacio reservado a los profetas que dejan huellas y de cuando en cuando las revisitan.
Entonces imaginé al joven que convocó al rescate de la campana de La Demajagua, al que entraba y salía de la casa de Prado 109 para organizar el Movimiento con otros valerosos jóvenes, al que se lanzó a la conquista de un sueño en el Moncada, al que desafió al mar en la épica expedición, al que honró a Martí en el Turquino y lo eternizó en el pueblo. ¿Podría lograrlo con paso entrecortado y lento?
Fidel siempre se ha sentido como el inquieto rebelde de la colina universitaria. Nunca perdió la agilidad y la destreza que requieren las obras grandes, sobre todo, cuando se trata de derribar molinos y enfrentar acechos, con toda una isla sobre los hombros. Y mientras los años pasaban y el cuerpo sentía las marcas del implacable tiempo, Fidel generaba las más renovadoras ideas.
Cómo no recordar sus lecciones a la juventud, cuando en aquella Reflexión titulada Regalo de Reyes, decía: «A los revolucionarios más jóvenes, especialmente, recomiendo exigencia máxima y disciplina férrea, sin ambición de poder, autosuficiencia, ni vanaglorias. Cuidarse de métodos y mecanismos burocráticos. No caer en simples consignas. Ver en los procedimientos burocráticos el peor obstáculo. Usar la ciencia y la computación sin caer en lenguaje tecnicista e ininteligible de élites especializadas. Sed de saber, constancia, ejercicios físicos y también mentales».
Recientemente leía cómo Haydée Santamaría recordaba aquellas zancadas de Fidel, cuando visitaba a Abel en el apartamento donde se fraguaban los planes para la futura epopeya, como si en sus horas —con sus pasos de gigante— se decidiera el porvenir.
Cuando las ideas desbordan un siglo, el tiempo se torna estrecho para el hombre mayúsculo. Y comienza una batalla en la que cada segundo ha de cargarse de hora, y cada hora llenarse de día. La única forma de encauzarlas es, entonces, insuflándole arrestos, para que la victoria mueva las manecillas a su favor y el decursar nos premie con nuevos amaneceres.
Ayer celebramos los 90 del líder rebelde y la alegría de tenerlo entre nosotros como un caudal de amor e inteligencia. Y en los más jóvenes, que sentimos el latir de su uniforme verde olivo, queda la obra que él cultivó desde sus años de estudiante, con la impronta de sus largas zancadas.