Paso por los campos despoblados de Peralejo y me parece estar viendo la batalla: ora un reguero de personas peleando cuerpo a cuerpo, ora tres dedos volando por los aires, ora un soldado español con el vientre incrustado en un alambre de púas, ora alguien gritando con el hígado casi entre las manos...
Paso hoy, 121 años después, y miro el espectro de Antonio Maceo; y pienso que solo luchadores como él, con los cordones bien puestos, podían entablar el desigual combate en sabana abierta, con un sol que hacía jugo los machetes.
¿Por qué lanzarse a combatir con menor número de hombres a aquella tropa española de unos 1 500 integrantes armados hasta los cordales?, me pregunto, para después reafirmarme que a batallas como las de Peralejo, Mal Tiempo, Las Guásimas y otras en las que brilló nuestro Ejército menesteroso y virtuoso, les debemos unas buenas películas, capaces de describir tanta bravura, tanta gloria.
Que alguien diga que faltan caballos o recursos, pero en alguna fecha habrá que hacer el intento para dibujar otros muchos Peralejo que se nos han escapado con el tiempo y no han llegado mínimamente a la retina de los más nuevos.
Ahora mismo me imagino a aquellos dos espías al servicio de España que, haciéndose pasar por vendedores ambulantes, le chismearon a Martínez Campos los detalles de la emboscada insurrecta y así los libertadores, supuestos atacantes, pasaron a ser los atacados.
Cuentan que Maceo dormía y al despertarse con los ruidos del vendaval de plomo enemigo, no se le anudó la garganta, sino que montó su bestia sin desesperarse, animó a su escolta y entró al campo a repartir espada.
Ahora mismo paso y, desde la carretera que une Bayamo con Manzanillo, me figuro la alegría de los independentistas ese 13 de julio de 1895, después de seis horas de una lucha hasta el anochecer y de haber hecho correr a Martínez Campos; una alegría a medias, porque en toda guerra las muertes o heridas duelen y ese día los cubanos tuvieron —se narra en algunos textos— 132 bajas, mucho menos que las de los españoles: más de 400, según palabras de algunos prisioneros, más de 300, según ciertos libros.
Un impresionante desfile de cadáveres del ejército colonialista, entre estos el del mismísimo general Santocildes, llegó en las horas siguientes a Bayamo. «Las cajas traían los muertos de dos en dos», narró tiempo después un asombrado testigo que vivía en Bayamo.
Me represento la velocidad de Martínez Campos, que llegó al día siguiente a la Ciudad Antorcha con el miedo en los ojos, uno de los zapatos agujereados, y la espada y el bastón quebrados por balazos. Dicen que logró salvar la vida apoyado en astutos ardides (hasta lo vieron hacerse pasar por muerto en el campo de batalla) y en su habilidad para sortear obstáculos, que le permitió, cerca del río Mabay, romper una talanquera y emprender la huida hasta pisar la casa de una familia que lo amparó durante la noche.
Pasando hoy por Peralejo pinto el rostro orgulloso de Maceo, seguramente recordando que 17 años antes, a la sombra de los Mangos de Baraguá, había derrotado de palabra al Pacificador. Veo en este instante al mulato inmortal mirándonos fijamente a los ojos para que nunca se nos olvide cuánto costó erigir la Patria.