Esta es una juventud que no cree mucho en etiquetas. Sabemos que existen, las advertimos y hasta hay quien cae en sus trampas y pierde de vista la senda del bien. Pero recapacita pronto. Porque quien se limita a las clasificaciones, pierde lo mejor del viaje que es la vida.
Y así sabemos que aquel piensa de tal modo, que la muchacha de al lado prefiere ciertas cosas, que el profe es devoto de tal razón. Pero no nos importa. Queremos más allá de las etiquetas. Y somos tan honestos que ni evitamos el tema. Conversamos, si se impone conversar. Discutimos, si es momento de discutir. Y hasta nos apasionamos, porque no hay quien nos quite esa manía. Pero el trasfondo de todo es el amor. Porque no nos molesta solo lo que no nos importa.
Hemos aprendido a querernos, pese o gracias a cualquier diferencia. O nacimos con ese gen de darnos y crecer. Y siempre estamos listos para lanzarnos otra vez a correr los límites más allá de lo que una vez permitimos. Al fin y al cabo, sabemos que estos son tiempos de cambios. Siempre es momento de cambiar.
Si miramos al mundo de las orientaciones sexuales, las identidades de género o cualquier otra preferencia íntima, bien cierto es que quedan brechas por sanar. Que nos encontramos con amistades, compañeros de estudios o hasta familiares que no lo tienen todo claro y, de vez en cuando, se permiten ciertos prejuicios lacerantes (en su contra y en detrimento ajeno). Porque dice mucho de sí quien no es capaz de aceptar al otro.
Y más en una sociedad como esta, en la que, si de algo se podría alardear, es de una adaptabilidad irreverente que, a prueba de cualquier certeza, vuelve a reírse de lo establecido y muta otra vez. Es esta la misma geografía por la que Macorina desafió las avenidas conduciendo un automóvil. Por estas calles las damas se pusieron pantalones cuando en el mundo aún era tamaño sacrilegio. Y andamos solo por la periferia de las revoluciones de las que han sido parte cubanas y cubanos.
Por este archipiélago el poder de Latinoamérica empezó a colorearse de izquierda. Alrededor de estos lares le empezó a «entrar el agua al coco» de la integración. Dentro de estas mismas aguas el imperialismo yanqui tuvo que dar media vuelta ante su primera gran derrota en Latinoamérica.
¿Cómo no ser como somos? ¿Para qué no está preparada Cuba? La sociedad siempre ha podido con todo. Los cambios son parte de nuestras esencias. Sabemos que el camino de la virtud no puede andar reparando en preferencias, orientaciones, identidades sexuales o de género.
¿Que venimos de una cultura tradicional y machista? Sí. Pero también tenemos de posmodernidad. Mientras que la informática y la tecnología nos han sido esquivas por mucho tiempo, una retahíla de conquistas sociales nos colocan en el ojo del huracán de los adelantos. ¿Qué ocurre entonces con la homofobia? ¿A qué desgarradura social se la debemos?
Si no cesan las campañas públicas creando conciencia sobre el tema, si se educa en las escuelas para no cometer estas faltas… ¿por qué nos seguimos encontrando historias preocupantes? ¿Por qué de entre los más progresistas en ideología, política, economía o cualquier ámbito, a veces salta alguna mujer u hombre de las cavernas a cuestionar el amor entre iguales?
¿Que cada quien tiene derecho a pensar como desee, más allá de conocimientos y conciencias? Es verdad. Pero los pensamientos jamás pueden convertirse en acciones que laceren la dignidad de otros. Y mucho menos aquí, donde una juventud tan desprejuiciada anda por las calles, las universidades y sus puestos de trabajo sin más reclamos que el de hacer bien y ser correspondida.
Es tiempo de defender un arcoíris diverso, y dejar a un lado la bandera en blanco y negro que excluye los derechos íntimos del prójimo. Es momento de creer, de tener fuerza y fe para aceptar y querer, sin etiquetas ni apartes. Esta es época de sumarse con la conciencia y el alma a una constante revolución social de posibilidades. Porque siempre lo hemos hecho. Y en esta causa no será la excepción. Sin etiquetas, como hemos aprendido a querer.