Casi 20 años estuvo mi carné de identidad diciendo que yo era habanera. Ahora el nombre de un río habla de otra realidad, pero todavía resulta extraño que me digan mayabequense.
Muchos, como yo, no se adaptan aún al sabor del nuevo gentilicio. Pero todo lleva su tiempo, y es lógico: la identidad no se construye en cinco años. Sin embargo, no por llevar otro nombre dejo de querer a la tierra donde vivió hace más de un siglo mi tatarabuelo mambí, crecieron mis padres y un día correrán mis hijos.
Apoyados en ese amor miro cómo andan los más longevos por la Esquina de Tejas, en Güines, la misma que sintió el paso recio de los carruajes del siglo XIX y hoy es testigo de piropos a las muchachas sobre autos modernos.
Aquí muchos conocen los centenarios tesoros güineros, bailan al ritmo de los tambores de Tata y afirman que en Leguina se conversa con Santa Bárbara. Frente a altares, humo de tabaco, cáscara de coco y bailes africanos se evoca al sincretismo y estamos ante la más antigua expresión religiosa al sur de la otrora Habana.
Asimismo, entre tacones y pasos cortos el danzón en Madruga se remonta al surgimiento del ritmo en 1879, y algunos conversan acerca de las retretas de Urfé en el parque, las pinturas gastadas de Fidelio Ponce de León o los pasos de Hubert de Blanck por esas calles.
Tiene encantos ancianos la joven Mayabeque. Sus repentistas cantan desde mucho antes de la época neocolonial. El piano de Chucho Valdés sigue buscando notas en Quivicán, tal vez como afinado eco de las teclas de su padre Bebo. Y ya desde el siglo XVIII las navideñas charangas adornan a Bejucal.
Una historia de casi 180 años pueden contar los rieles de ese pueblo desde noviembre de 1837, cuando estrenaron el primer tramo ferroviario de Cuba. Igualmente por Hershey, batey de Santa Cruz del Norte, donde se contemplan construcciones al estilo norteamericano del siglo XX, rueda el único tren eléctrico de Cuba, último de su tipo en el hemisferio occidental.
Aún discuten los historiadores sobre la ubicación primera de la villa de La Habana, la que, se afirma, no estuvo desde su surgimiento al lado de la bahía, sino cercana a los manglares de Melena del Sur. Precisamente, fue ese municipio el primer territorio libre de analfabetismo en Cuba.
Varias tardes he visto a los pescadores batabanoenses lanzar sus redes en las aguas de ese Golfo, sobre las cuales se redactó el borrador de la Enmienda Platt, y desde ellas el llamado segundo descubridor de Cuba, Alejandro de Humboldt, emprendió el bojeo a la Isla.
También de siglos y memoria se alimenta el lugar que habito, pues desde la década de 1950 está en el central Amistad el bronce español de la escultura El Coleo, y en no pocas ocasiones he visitado Alejandría, próspero ingenio en su momento, solo por contemplar sus muros corroídos por el tiempo o los mangos altos que daban sombra a los esclavos.
Cada día paso por Moralitos y hay escenas mambisas de bayonetas y machetes que narran el único combate donde pelearon juntas las tropas de Maceo y Gómez, el 19 de febrero de 1896.
También a lucha huele la cañada de Santa Elena, en Nueva Paz, pues mucho antes de que allí los muchachos de la Generación del Centenario realizaran las prácticas de tiro previas al asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, cayó en ese sitio, en 1896, el teniente coronel Herminio Rivera Núñez, mambí de más alta graduación al frente del regimiento de Los Palos.
Casi 20 años estuvo mi carné de identidad diciendo que yo era habanera. Ahora el nombre de un río habla de otra realidad y muchos, con vanidad habanera, no se identifican con el nuevo gentilicio.
Es un camino de más de un siglo hacia la identidad, pero la cultura de los pueblos va más allá del nombre. Pienso entonces en la Esquina de Tejas, la Bárbara de Leguina, los danzones de Urfé, los mangos de Alejandría o la cañada de la finca neopacina, pedazos de una historia que me dejan el sabor fresco de mi tierra, con nombre nuevo, pero raíces antiguas.