Corren días de ferias que tal vez pueden provocarnos espejismos. Días que acaso se tornan ilusorios cuando llegamos a las profundidades de los hechos.
Intento filosofar de tal modo porque en estas fechas, cuando la Feria del Libro viaja por todo el país, surge una fiebre por comprar textos que, aunque hermosa, no debe llevarnos a pensar que todo lo adquirido se devora en lecturas, ni tampoco a creer que el entusiasmo por leer ha crecido geométricamente en la cotidianidad de los ciudadanos.
Festejamos la Feria, la aplaudimos, la alabamos como un hecho cultural provechoso y positivo en el que participan incontables personas cada año. Sin embargo, alguna vez los estudios tendrán que orientarse a buscar porqué nuestras librerías en las etapas «normales» parecen eternizarse de quietud y letargo.
No se antoja lógico, por más títulos nuevos que se comercialicen en estos días, que la «moda» de ahora por comprar obras literarias haga aguas en cualquier otro tramo del almanaque.
Hace semanas la encargada de una librería en una provincia central de Cuba levantó las cejas en señal de asombro cuando quien escribe compró cuatro de las obras que bostezaban en los estantes. «Se ha llevado hoy más de lo que a veces vendo en un día», me dijo acaso en hipérbole.
Y si inserto la anécdota en estas líneas es para reafirmar que la confesión de la dependiente contrasta con el delirio ferial de febrero, marzo y abril porque en esa librería había muy buenos títulos y con los precios estándares de esta época.
Mi preocupación desemboca al final —y hasta al principio— en los más nuevos, esos que han llegado hasta aquí bombardeados subrepticia o abiertamente con la teoría enfilada a la «desaparición del libro tradicional» o con aquella que desecha la lectura verdadera porque la modernidad supone «no perder el tiempo».
Me inquieta que muchos de ellos, profesionales incluso, crecidos en la era de tecnologías útiles, pero también de mucha bazofia audiovisual, esgriman el «yo no leo» para siempre y se queden sin volar al cosmos cultural que habita en la tinta y el papel.
Y no resulta una «mortificación» individual porque en estos días de diálogo y asambleas juveniles esa problemática ha aflorado en varios debates a lo largo del país. Claro, el fenómeno lleva años mostrándose en discusiones similares y se ha dibujado y explicado, pero no resuelto.
La intelectual Graziella Pogolotti, en un artículo publicado en febrero en estas mismas páginas, advertía que «la lectura ha dejado de ser el refugio privilegiado para llenar la soledad de las horas vacías. Estamos ante un problema universal que ha suscitado en numerosos países la elaboración de fórmulas para salvaguardar un hábito cuya pérdida implicaría un retroceso para la humanidad. Lastraría la capacidad de pensar, de preservar la memoria y de establecer una comunicación eficiente entre los seres humanos».
Esas posibles consecuencias mencionadas por ella deberían ponernos a reflexionar y a hacer a todos, a los que en la familia tenemos que propiciar en los nuevos el enamoramiento —o al menos la afición— por los libros; y a los que en la escuela deben mostrar todos los manantiales, los rayos, el progreso, la belleza, y la savia que habitan en los libros.