Muchas veces en la vida el dolor nos domina y no sabemos cómo dar respuesta a nuestras angustias. Quizá quien no ha tenido tristezas, creció junto a sus padres, no se sienta despreciado o no haya perdido a un ser querido, no logre entender estas líneas, las que les escuché a una joven mientras narraba —entre lágrimas y sollozos— la siguiente historia:
Mi madre —dijo con voz entrecortada— queda para siempre en mi recuerdos; en cambio, aún espero el abrazo que niegan darme. Así voy por la vida, con mi dolor a cuestas, como mochila de mi destino.
Un día, y como parte de la clase de Español, me acerqué a un hombre, a un poeta, que dio su vida en los campos de Cuba y nos legó desde su ejemplo cómo podemos ser mejores.
Así conocí que José Julián Martí también llevaba muchos dolores encima: la separación de su tierra, la desavenencia en el matrimonio, la esclavitud en la tierra que lo vio nacer, y la de los pueblos de América. Pero había otro dolor, la separación de «los brazos menudos», de su querido hijo.
Hasta entonces pensé que mi dolor era el más grande, pero comprendí que el de él era mayor, sin embargo, no quedó sin fuerzas; todo lo contrario, hizo que muchos se entregaran por una causa justa.
Aquella profesora colocaba en mis manos un hermosísimo libro, quizá el poemario más conmovedor que un padre angustiado, pero seguro, dedicara a su hijito amado.
Quince poemas y una interesante dedicatoria lo conforman, y no lo tituló José Francisco, como el nombre de su hijo, sino, Ismaelillo. Mis dudas se aclararon cuando la profesora dijo que probablemente los había titulado así porque en hebreo significaba ser fuerte contra el destino. Ella continuó hablando, pero ya no la escuchaba. Comencé a interiorizar que tenía que ser fuerte y crecerme ante las adversidades.
Volví al libro mientras ella continuaba el diálogo con el grupo. Con las páginas abiertas me detuve donde decía: «Hijo: espantado de todo me refugio en ti. Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud y en ti».
¡Qué padre!, exclamé. ¿Por qué no lo había conocido antes? Grande, grande me había parecido siempre, pero ahora su inmensidad intentaba cicatrizar mis heridas.
Al terminar el turno de clases me dirigí a la biblioteca de la escuela, y cuando tuve en mis manos el poemario lo leí de un tirón. Entonces continué hurgando en la historia; busqué qué había ocurrido en la vida de este hombre y encontré una carta fechada el 1ro. de abril de 1895. Me llamó la atención lo que allí decía: «Hijo. Esta noche salgo para Cuba, salgo sin ti, cuando debieras estar a mi lado. Al salir, pienso en ti. Si desaparezco en el camino recibirás con esta carta la leontina que usó en vida tu padre. Adiós. Sé justo».
¡Cuánta ternura despliegan los versos de Ismaelillo! Sin duda, el llamado de un padre a su hijo para seguir el camino adecuado.
Si bien poemas como Mi caballero y Príncipe enano me habían parecido enternecedores, ahora comprendo que la poesía en él no solo es artificio literario sino sentimiento, el más puro que un padre puede sentir por un hijo.
Y lloré, lloré mucho, porque me sentía sacudida por una fuerza que no podía explicar… Martí se convertía en «mi padre espiritual», porque en él encontré el amor y la fuerza que me permiten continuar el camino. Desde entonces entramos en complicidad plena. Leía con avidez todo de él y sobre él, y comprendí cuánto amor sentía por los niños.
¡Qué lástima! Les aseguro que mi padre nunca leyó a Martí. Quizá sabe que es el Apóstol y quizá recitó sus versos en la escuela, pero le aseguro que nunca respiró la espiritualidad que se agitó en él y lo hizo ser un padre excepcional.
Mientras la muchacha contaba con pesar esta historia, el silencio fue poco a poco colmando la sala. Allí no hubo aplausos, aunque todos le dimos las gracias cuando le escuchamos decir: Martí es mi padre espiritual.