Dayana es una joven como la mayoría de su generación: delgada, pelo laceado a la fuerza, ropa ceñida y corta, según el último grito de la moda. Y como para «encajar» aún más en su grupo, muestra todas las tardes, tras la culminación del horario escolar, una imagen poco grata para cualquier ciudadano de este siglo XXI.
Es habitual que, junto a sus amigos, tome por asalto los bancos nuevos del parque Serafín Sánchez de la ciudad de Sancti Spíritus con el uniforme modificado: blusa por fuera, y la saya-short subida hasta donde el menos atrevido echa una mirada; cigarro en mano y un reproductor de música a todo volumen con los más abominables reguetones, «Quimba pa’ que suene…».
Permanecen allí hasta que el aburrimiento los vence o, simplemente, encuentran otro atractivo mejor para «matar» el tiempo, que puede ser una fiesta en casa del más popular de la escuela o ir al Karaoke, donde la «mejor música» se escucha.
Toda esa «vida intensa», poco deja para cumplir con los deberes escolares, por lo que ya ese «grupito» tiene fama dentro y fuera de las fronteras de su centro educacional.
Pero Dayana y sus amigos no cayeron de Marte. Más de 3 100 educandos espirituanos, durante este curso, han sido detectados por especialistas de la Dirección Provincial de Educación en el territorio como estudiantes incumplidores de los deberes escolares, entre los que se destacan los impuntuales, los que presentan problemas de conducta y los que no realizan sistemáticamente los ejercicios extraclases.
Igualmente se han percibido evidencias de maltrato a la propiedad social, indisciplinas en las áreas recreativas, sobre todo en el horario nocturno, ingestión de bebidas alcohólicas fuera de los centros escolares, falta de educación formal y de pudor en las relaciones interpersonales y rasgos de ostentación.
Para contrarrestar esa realidad, todas las escuelas de la provincia, desde hace cuatro años, ponen en práctica una estrategia, que aunque ha logrado decrecer las cifras, aún no erradica todas las expresiones de esos estudiantes espirituanos, quienes evidencian el resquebrajamiento de muchos de los valores de nuestra sociedad.
En papeles todo parece engranar: cada mes se potencia un valor en los turnos de debate; en cada clase el maestro hace alusión a uno y las cátedras martianas tienen la obligación de trabajar en su formación. Pero es que los valores no se educan con charlas; precisan del ejemplo cotidiano. Y no pocos somos parte de situaciones donde trasladamos conductas negativas sin darnos cuenta muchas veces de sus consecuencias.
Y aunque la escuela pretende empastar tantas fisuras existentes en el orden social, no lo logrará si a ella no se le integran la familia y el resto de las instituciones que forman al ciudadano. Si bien los centros educacionales pueden cambiar realidades, los primeros años de vida son determinantes en la formación de un individuo.
Afortunadamente, desde hace algún tiempo se habla de escuelas de educación familiar para lograr la imbricación necesaria de todos y eliminar la instrucción homogeneizada. Aunque aún se precisa ganar mucho más en ese diálogo que trasciende el «Su hijo se portó mal» y «Necesitamos pintar el aula».
A la escuela también le corresponde encauzar a esas familias que precisan restablecer determinados patrones y conductas que a largo plazo han desencadenado seres humanos protagonistas de indisciplinas sociales y que en ocasiones son aplaudidos en su entorno por comportarse como tales.
¿Quién ha dicho que será fácil? Pero tampoco imposible. Los valores nos pertenecen a todos.