Contaba por estos días alguien de ganada autoridad en mi barrio, que unos niños fueron sorprendidos mientras intentaban zafar, pinzas en manos, las ruedas de contenedores nuevos para la basura.
Cuando supieron que estaban siendo observados, ágiles y energizados, se dieron a la fuga sin dejar rastros. Era evidente que, inteligentes como son, sabían que andaban en algo incorrecto. Y es obvio que algún adulto los había compulsado —tal vez con unos pesitos mediante— a mutilar cestos recién estrenados.
El episodio nos habla de una maldad por partida doble porque el autor intelectual conoce cuán protegida y valorada es la infancia en nuestra Isla y con cuánta delicadeza los responsables de velar por el orden y el respeto a la ley tratarían a un menor de edad que comete semejante desmán.
Recordé, tristemente, cómo en otros lugares del planeta los adolescentes llegan a ser convertidos incluso en sicarios, tras los cuales mueven sus hilos seres terribles a sabiendas de que la justicia será menos dura con los bisoños. Desde luego, esa es una realidad extrema cuyo valor es la lección que nos deja en tanto posibilidad evitable a toda costa.
Al centro de la anécdota habita la perversidad siempre fría y negadora de toda luz moral, la cual nos obliga a estar muy alertas, como adelantados si es preciso, porque en tiempos difíciles la imaginación es frondosa y anda no solo por buenos derroteros sino también por caminos muy oscuros, y hay que andar al acecho de múltiples desvíos, deslices aparentemente simples que ya traen en sí mil torceduras y el germen de peores trastornos.
Si no salimos de la concha a que en todos estos años nos confinó la angustia por sobrevivir a múltiples vicisitudes personales, si no nos atrevemos a romper ciertas inercias para ser artífices de la armonía social, terminaremos echando nuestra suerte entre cestos mutilados, parques rotos, alcantarillas sin sus sellos metálicos, pedestales sin sus estatuas, recintos públicos sin sus cercas perimetrales… La bondad terminaría acorralada, maldiciendo un país donde «no merecemos tener nada», añorando una belleza y un orden que sociedades menos instruidas han podido alcanzar.
La vida me ha demostrado que cuando los ciudadanos se unen en una comunidad movidos por el propósito de adecentar y componer el barrio, por el deseo de sofocar cualquier amenaza, el efecto resulta poderoso. No hay mayor contención a las manifestaciones ocultas o explícitas que pretenden desarticular el equilibro social, que la sumatoria de las voluntades de los seres humanos.
Las instituciones responsables ante amenazas como la mencionada, serían tardías, menos eficaces, si no pudiesen contar con el ingrediente implacable e intuitivo de la sabiduría del pueblo.
Y el pueblo, bien lo sabemos, no es un término abstracto sino el conjunto donde cabemos todos, ese espacio desde el cual bien se conoce qué niño tiene en su hogar acomodo feliz, y cuál ni hogar ni brújula tiene y anda al pairo, a expensas de que un malhechor lo manipule y corrompa su alma de cuajo o lentamente, en un crimen que merece sentir sobre sí todo el peso de la ley.