«Esta película está al revés», dice en un bocadillo hilarante un personaje de añejos muñequitos televisivos, y lo mismo podrían repetir muchos cubanos por la forma en que se trastocan asuntos esenciales —demasiado, diríamos— para el país y su destino.
No debíamos conformarnos con cierta visión lastimera, de pena o aflicción, con la que a veces solemos caracterizar a los delegados de circunscripción u otros liderazgos electos en la base, y menos aun la de quienes comulgan con la de un ciudadano inerme allá abajo, en los «fondos de la República».
El discurso y la institucionalidad revolucionaria situaron al pueblo como «los de arriba», rompiendo con el fardo de «los de abajo», tan bien descrito en la novelística del mexicano Mariano Azuela. Se busca que el pueblo sea el soberano en Cuba desde los días fundacionales de enero de 1959, y a los elegidos por este en el ejercicio de sus derechos ciudadanos se les reconoce como sus servidores, «servidores públicos», como solía repetirnos un ilustre profesor.
Pero resulta que para algunos el violentar preceptos constitucionales que deberían sernos sagrados, solo alcanza la categoría de «subestimaciones», «olvidos», «desatenciones», «burocratismos» más o menos, males que lamentablemente carcomen lo mejor de las aspiraciones y sueños por los que murieron generaciones de revolucionarios.
La distancia entre semejantes actitudes y los fundamentos que dieron lugar al Poder Popular en Cuba, por ejemplo, es como la existente entre la Tierra y la última estrella de la galaxia.
Por estos días se ha recordado que Raúl, al departir con los primeros líderes del mencionado sistema de gobierno en el país, fundamentó que en la circunscripción electoral la máxima autoridad no la tiene el delegado elegido, sino el conjunto de los electores, y ello tiene una luz especial en el sistema político cubano.
Son los electores quienes le otorgan el mandato para que los represente en sus problemas, quejas y opiniones: son estos los que pueden revocarlo en cualquier momento cuando no responda a sus intereses. Por ello, es el delegado el que rinde cuenta ante los electores y no a la inversa. Son las masas de la circunscripción las que tienen el máximo poder, el poder primario; el poder del delegado es derivado, otorgado por las masas, argumentó Raúl.
De esa filosofía nacieron los fundamentos que tomaron cuerpo constitucional, con un alcance incluso mucho mayor: En la República de Cuba, estampa nuestra Carta Magna, la soberanía reside en el pueblo, del que emana todo el poder del Estado. Ese poder es ejercido directamente o por medio de las Asambleas del Poder Popular y demás órganos del Estado que de ellas se derivan.
No se trata en este caso de una entelequia o una utopía, porque de lo contrario estaríamos negando ya no solo el carácter y la naturaleza misma, sino el respeto a la Ley de leyes que nos dimos en referéndum en 1976, y cuya irrevocabilidad también fue asumida por la mayoría en un ejercicio parecido.
Por ello el delegado no puede ser arrinconado al concepto de un simple corrector de baches o cunetas —algo también importante—, o un llevaitrae de buenos y malos augurios. Él tiene otra función, recogida en el artículo 114 de la Constitución de la República, tal como reconociera en una entrevista para este diario el presidente de la Comisión de Asuntos Constitucionales y Jurídicos del Parlamento, José Luis Toledo Santander.
La función principal del delegado es la de representar a sus electores, y esto, como es de suponer, no se hace, como algunos pudieran creer, ante la comunidad misma que lo eligió, sino ante la Asamblea Municipal.
Así que el verdadero poder del delegado individualmente, y el de todos unidos, radica en que sepan ejercer, con toda la fuerza que les concede la ley, esa representatividad que emana del poder primario que les concedió el pueblo al elegirlos. Ellos rinden cuenta a sus electores, pero el resto de los gobernantes locales y las instituciones están obligados, institucionalmente, a rendir cuenta a la asamblea que ellos conforman.
El mismo Toledo considera que, pese al perfeccionamiento que el sistema requiere —como lo demuestran los experimentos en marcha en las provincias de Artemisa y Mayabeque—, pudiera hacerse, sin dudas, un uso más efectivo del Poder Popular.
Para este reconocido constitucionalista no siempre hemos entendido, comprendido y aquilatado en toda su magnitud la inmensa herramienta de poder que la Revolución ha puesto en manos del pueblo, y que está consagrada en el artículo tercero de la Constitución.
Y para ello hay que saltar de las lamentaciones a las atribuciones, o lo que es lo mismo, de los disgustos a los mandatos.