Desde hace días tengo una deuda con Edmundo de Amicis. Cargo sobre mí un débito inmenso, palpitante, reparador. Aún busco entre letras el latido justo con que vindicar un libro maestro —porque instruye y fragua—, o un libro médico —porque salva—, cuyo título se me ha hecho sueño, queja, susto, pesadilla y profecía al mismo tiempo. Siento que le debo al escritor, le debo al libro, a su título, a los que enseñan, a los que salvan.
A diferencia de Enrique, el niño italiano protagonista de la historia de Amicis, que creó un antológico diario sobre la escuela y sus compañeros de clase, y en el que intercaló algunas cartas enviadas a su padre en las que narraba experiencias que le hacían crecer emocionalmente, me sustraigo al rigor de un itinerario personal de ese tipo, y prefiero ponerle buena vibra y ojo clínico a cursos más terrenales, para que las pasiones, o las metáforas al por mayor, no sean, como otras tantas veces, un factor de riesgo.
Ahora que un infarto agudo del miocardio, tan mío como de mi padre, ese predecesor homólogo de aquel al que Enrique le hacía llegar apasionantes misivas contándole de la existencia y del valor del sacrificio, me ha sacudido bruscamente de cualquier abstracción o paralelismo literario, no puedo más que sujetarme a la idea de pensar «de corazón», o con él, como mejor se quiera. No puedo menos que creer en la principal causa de vida, y no de muerte, con que debemos acechar la forja humana, el pulso de lo que hacemos, y hasta los milagros cotidianos.
Y ya que los sustos en casa parecen ir de paso, o al menos aliviarse, me atrevo a un diagnóstico especial, por extensión a lo intensivo de tantos días de cuidado, como resonancia de términos que me han «periocardiologizado», y discúlpenme los puristas por el neologismo. Discúlpenme además los médicos, los enfermeros y todos los amigos de verdad que, con tanto afán y el mayor de los afectos, han procurado mi caso.
Más bien formulo un examen prescriptivo, desde consulta y siempre con el «cuerpo de guardia», con el ánimo de prever como medicina mayor, alertando con el esfigmo del reportero que está para auscultar a este cuerpo social que es Cuba, sopesando cómo prevenirlo de «enfermedades», ya crónicas unas, no transmisibles otras.
Preguntémonos entonces cómo impedir el riego insuficiente de oxígeno por las arterias de un país que necesita hoy más que nunca recobrar funciones con un pronóstico halagüeño hacia la descentralización. Y así ganar vitalidades en la operatividad de una economía interna que se dinamiza con nuevas formas de gestión, y recibir a su vez del medio externo aires nuevos, soplos que no tienen por qué ser nocivos cuando los caminos están ya legalmente despejados.
No se pueden perder de vista a esta hora ciertos factores que predisponen y albergan el riesgo, como las hipertensiones propias que generan los cambios, o los ánimos improvisadores sin la capacitación adecuada a la hora de darles cauce, forma y fecha a los emprendimientos, bien por la cuenta propia de las partes, o en núcleos cooperativos.
Y es que el cuadro clínico de cada caso ha de marcar el tiempo de asistencia primaria y su posterior tratamiento, justo en el escenario en que afloran los síntomas.
Pero vuelvo a consulta. Insisto en cuidar el funcionamiento del miocardio de esta cotidianidad compleja. Si removemos la agitación con que anda casi siempre el corazón ciudadano de Cuba, no será difícil advertir trombos peligrosos, o lo que es igual, obstrucciones en los flujos que conectan nuestra realidad, por exceso de burocratismo, engaño, timo o desprotección al consumidor, sedimentaciones rígidas de pensamiento, y rupturas formales en los «vasos» por los que sangra el mal de algunos servicios. Causa dolor en el pecho saber que la ausencia de cierto civismo ha permitido la aparición de otras «cardiopatías» severas, como la indolencia o la falta de estímulo creativo, en un país de corazonadas inéditas, pálpitos generosos, contracciones y dilataciones que han ido y venido con los tiempos, cuyo ventrículo seguro y único para su marcha, desde hace más de 50 años, es el izquierdo.
No hay por qué esperar a que el electro exprese el daño para extirpar algo anómalo, si existe tanto tejido sano en la corpulencia estrecha de mi Isla, si habita tanta gente buena por estos lares, que enseñan, al igual que el libro de Amicis, o que remedian pesares, como los que han dado alma a estas líneas, confundidas para no morir de súbita emoción.
Por eso, con el permiso de las lecciones de Enrique, con esta licencia médica que me he tomado, a sabiendas de que podrán excusarme los entendidos padecen la analogía de alguna arritmia periodística, y con el apego especialísimo a mi padre, cuyos latidos a salvo están aquí también, no quiero más que terminar mi prescripción como lo es Cuba en esencia, alegre, orgánica, armoniosa, como son las paternidades cincuentonas, como lo dijo Van Van, y ahora lo sugiero yo: ¡Dale, dale con el corazón, muévete, muévete!