Revisando entre noticias, una encontrada hace muy poco en el sitio web Cubadebate ha desatado en mí un aluvión de pensamientos: «El último miembro de la tripulación del avión Enola Gay, el bombardero estadounidense que lanzó la primera bomba atómica sobre Japón en 1945, murió en una comunidad de jubilados en Georgia, a los 93 años».
Con pocas líneas, pero con intensidad creciente, la nota informa que el anciano «Theodore “Dutch” Van Kirk fue parte de la tripulación que lanzó la bomba “Little Boy” (Niño pequeño) sobre Hiroshima el 6 de agosto de 1945».
«La bomba —recuerda la nota— mató instantáneamente a unas 78 000 personas. A fines de 1945, la cantidad de muertos había llegado a 140 000, de una población estimada de 350 000. Tres días después, Estados Unidos lanzó una bomba “Fat Man” (Hombre gordo) en Nagasaki. Japón se rindió el 15 de agosto de 1945». Y ese fue el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Siempre me he preguntado si quienes aprietan el gatillo del holocausto viven tranquilos. Siempre he querido saber si hombres como el miembro de la tripulación del bombardero estadounidense vivió leve o densamente hasta el último instante. Porque estuve hace una década en el Museo Conmemorativo de la Paz de Hiroshima, y mis ojos no alcanzaban para todo el dolor que allí podía apreciarse.
No olvido la bata hecha jirones de una niña. En mi mente, con total nitidez, persisten las imágenes y maquetas de una ciudad arrasada, literalmente aplanada, y resuenan las palabras de una estudiante adolescente, víctima que no pudo haber sobrevivido mucho tiempo a las radiaciones de la hora cero: «Un resplandor azul me atravesó los ojos…».
A solo metros del Museo, grabada sobre una piedra un poco más alta que el tamaño de un hombre, pude leer esta frase aquel día inolvidable: «Calmar el alma», y no lejos, una leyenda esculpida en japonés: «Roguemos para que todas las almas que aquí yacen descansen en paz, porque nosotros no repetiremos esta maldad».
Por lo visto ni siquiera las lecciones más duras sirven para dejar atrás capítulos que nos avergüenzan como especie: ¿Algún día perderán el sueño los jóvenes soldados de Israel que ahora lanzan proyectiles devastadores sobre la humanidad de Gaza? Entre tantas imágenes espeluznantes que asoman desde Telesur, me ha sobrecogido la de esos militares lanzando fuego sobre un blanco para ellos sin importancia, como diana abstracta. Acometen su tarea macabra como acto ordinario, como si no estuvieran destruyendo la vida de sus semejantes.
¿Qué mundo es este en el cual miramos día a día, abismados e impotentes, como hombres y mujeres, ancianos y niños mueren por cientos en tan solo días? En Gaza, los niños muertos parecen muchas veces estar mirando al cielo, se quedan en el último instante con la cabeza hacia arriba, con los ojos cristalinos y los brazos abiertos. Son los mismos brazos diminutos, a veces hasta más pequeños, de mi pequeña Elena, que en estos días de excedido calor se desvela por jugar con sus amigos en una paz que nos parece lo más natural del mundo, cuando en verdad es un verdadero milagro, es el fruto de muchos años de batallar en los caminos del valor y de la inteligencia.
Marx, el sabio «aguafiestas» —como el mismo se dibujó—, tenía razón: estamos en la prehistoria de nosotros mismos. En la civilización nuestra, la cara oscura de la moneda ha tomado ventaja al amor, y hay que estar muy alertas, conscientes de la gravedad de los hechos, y en consecuencia actuar, pues no tiene sentido ir por la vida sin saber estremecerse con el dolor del Hombre. No tiene sentido pasar anodinamente como si las ondas expansivas de la barbarie jamás fuesen a tocar la orilla de nuestra frágil suerte.