Lucía no puede escaparse de una crónica. El nombre significa luz, la que nació con la primera luz del día y, quizá también por ello, Joan Manuel Serrat le cantó a una mujer, en honor a un amor extraordinario que no se puede olvidar. Son tantas las veces que tarareo ahora: Vuela esta canción para ti Lucía, la más bella historia de amor…
Lucía no puede escaparse de una crónica, y muchas se escribieron ya para hablar de aquellas tres que Humberto Solás inmortalizó en la piel de Raquel Revuelta, Eslinda Núñez y Adela Legrá, y que hizo de ese nombre un símbolo de mujer fuerte, valerosa, bella y tierna.
Lucía no se escapará de una crónica, aunque pudiera haber escrito una antes el colega José Alejandro Rodríguez, quien no puede disimular el tintineo de sus ojos cuando habla de su nieta y la emoción que se desborda de su pecho cuando le arranca sonrisas, besos, apretones.
No faltaron tampoco unas líneas de ese género cuando la actuación de Beatriz Viñas en la sala Adolfo Llauradó estremeció a la crítica mientras desenredaba la madeja de los problemas y desafíos que aquejan a una actriz en el transcurso de su carrera durante la puesta en escena de La cuarta Lucía.
La quinta de estas líneas, la Lucía que vino al mundo el pasado 4 de junio a las 2 y 56 minutos de la tarde, esa no puede escaparse de una crónica que se había demorado porque las ganas de su tía periodista de querer cargarla le estrujaban demasiado el pecho.
Preguntar todos los días por ella, aun cuando solo era del tamaño de un frijol, de un nabo y después de un melón, justificaban el acto de despertar temprano o el de acostarse muy tarde. Preocuparse porque usara el pañal de todos los niños de la familia y la bata que se reservaba para la primera nueva descendiente, hizo que se echaran abajo escaparates, cajas y gavetas.
Recibir una llamada a las 4 y 30 de la mañana «porque el tapón ya se rompió y vamos camino al hospital» fue lo mismo que sentir un electroshock a flor de piel. Mantenerse en vilo todo el tiempo, hasta que otra llamada milagrosa permitiera que su primer llanto se escuchara, más allá de las conexiones satelitales y los minutos pagados, colmó de lágrimas los ojos de la abuela, la tía, la bisabuela, la prima segunda, la tía abuela…
Lucía nació y su padre la tuvo entre sus brazos sin atinar a decir una palabra, aun cuando se la reclamábamos desde la distancia. ¿Cuántos pensamientos se habrán entrecruzado en la mente de mi hermano y cuánto cariño puede haber estado dispuesto a darle desde ese instante, sin saber cómo decirlo? ¿Acaso la mamá de mi sobrina pudiera todavía hoy adjetivar el momento sin dejar de ser cursi, romántica, adorable, mientras le promete amor incondicional a la pequeña?
No se escapará de una crónica esta bebé de cachetes regordetes, pues disparó en mí el resorte de una maternidad postergada, para la que algún día desaparecerán las justificaciones profesionales, las mediciones de metros cuadrados, los cálculos de los dineros y la espera de un padre —y no un príncipe— azul; reavivó esperanzas y motivaciones en mi madre, que le han inspirado hasta poemas y ganas de tejer.
Lucía apenas distingue figuras, sonidos y colores, pero seguro aprenderá a querernos, aunque estemos lejos, porque nuestros afectos sabrán llegar hasta ella. Nos hablará en inglés o en español, nos enviará dibujos por correo electrónico, nos contará en SMS cómo le fue en la escuela y qué juguete nuevo le compraron, nos mandará recados con amigos que viajen y nos tendrá en una foto al lado de su cama.
Lucía, sus padres y nosotros burlaremos las distancias y ya nos las arreglaremos para compartir nuestras vidas, para que ella no se escape de otra crónica de su tía.