En algunas de nuestras ciudades es usual encontrarse una cantidad inusitada de personas recorriendo sus centros urbanos durante el horario laboral. Visitantes extranjeros han mostrado su asombro ante el hecho, cuyas manifestaciones y posibles causas también han sido examinadas críticamente por muchos compatriotas.
Aunque quizá no se ha concientizado del todo, no es un secreto que las dificultades que enfrentan los servicios a la población son particularmente visibles en la relación entre la urbanización y la extensión a los nuevos barrios o microdistritos de las oficinas de trámites, tiendas o filiales bancarias, por solo citar algunos ejemplos.
Ciertas zonas de nuestras urbanizaciones padecen de una especie de anemia en cuanto a locales de trámites y ofertas para sus habitantes. Esas barriadas más bien parecen lugares para estar en casa y dormir, pero no para satisfacer a plenitud la amplia gama de necesidades que un ciudadano debe enfrentar en su bregar cotidiano, en especial aquellas personas que arriban a la tercera edad.
Una de las pruebas de ese conflicto se aprecia en las paradas de ómnibus. Hablamos de un servicio de por sí deficitario sobre el cual se abalanza la muchedumbre, en una competencia por ver quién llega primero. De aplicarse una encuesta, de seguro se reiteraría una palabra: el centro.
«Señora —preguntaría—, ¿adónde usted va?» «Al Banco, allá en el centro del pueblo». «¿Y usted?». «A la Cadeca, a comprar una divisa». «¿Dónde queda eso?» «En el centro». ¿Dónde están las tiendas? En el centro. ¿Los trámites del Registro Civil, las notarías? En el centro. ¿La oficina para el alta o la baja del niño? En el centro. ¿La pescadería o los cárnicos donde hay lo que no llega al barrio? En el centro. ¿El trámite para el préstamo del Banco? ¿Adivina…?
«El centro», expresión heredada de nuestros abuelos, aún persiste en el día a día de muchos. Sí, porque todavía continuamos anclados al diseño de una ciudad que mantiene más o menos su misma infraestructura de servicios pensados, en algunos casos, para las décadas de 1960 y 70, a contrapelo del crecimiento de la población.
Cabría preguntarse si cuesta mucho erigir una modesta sucursal bancaria en un microdistrito. O ampliar la posibilidad de tiendas con kioscos bien diseñados y acondicionados. El listado de iniciativas pudiera ser largo.
Sin embargo, el hecho es que los centros urbanos, depositarios además de importantes bienes patrimoniales, sufren de congestión demográfica, y entre otras razones ello podría deberse a que no se extienden los servicios a otras áreas residenciales que surgieron en fechas más recientes.
Es cierto que las limitaciones materiales en las inversiones pesan a la hora de incrementar la oferta. Sin embargo, también parece haber fallado el análisis integral de estos asuntos, y que los arquitectos y otros especialistas en este aspecto de la urbanización tengan una voz de peso a la hora de proyectar y construir un sector residencial que satisfaga la mayoría de las necesidades.
Porque en estos casos, el ahorro mayor, ese que no se ve pero que es muy palpable, estaría en la mayor calidad de vida de la población. En el tiempo que se deja de perder en trasiegos agonizantes. En la seguridad de que con solo bajar unos escalones del edificio y caminar unos metros estará la solución del problema. O al menos una parte de ella, para así tener más espacio para cultivar uno de los grandes bienes de un ciudadano: su familia y su espiritualidad.