La falta de aire, por el miedo, me hizo gritar: «¡Para, chofe, por tu madre!». Había dejado olvidado lo más importante de mi vida en aquella parada. Un codazo aquí y otro allá, mientras la gente protestaba creyéndome loco, permitieron que llegara hasta la puerta delantera que, de mala gana, el hombre del timón abrió de un palancazo, al mismo tiempo que la bomba de aire soltaba su resignado suspiro de ¡shuuuuuu!
Corrí en sentido contrario, cual aquella memorable escena de «¡Ahí viene llegando a la meta… Juantorenaaaa con el corazóoonnnn...!». No más lo vi, lo apreté contra mi pecho hasta el dolor y con los ojos aguados. Mi hijo, de cinco años, entre asustado y perplejo, me miraba sin entender por qué me había montado en aquel ómnibus dejándolo allí, tirado como una mercancía.
Tan desesperante había sido la espera de la 222 en el Coppelia de La Habana, y tan patético ver aparecer aquel «monstruo rodante», repleto «hasta los mameyes», que me dejé llevar por la tromba humana, sin mayor resistencia, como a quien lo arrastra una conga, solo que sin música y sin mi hijo, aunque con mucho sudor.
Desistí, entonces, del paseo al acuario. Cambié mi estrategia de despistado papá. Le hice prometer que nunca le haría el cuento a su mamá sobornándolo con una de aquellas coquetas Copas Lolita que, por entonces, meneaban, de verdad, el flan, como las sandungueras de Formell, junto al helado de chocolate. Secreto que yo mismo le revelé a ella luego, cuando ya mi hijo era un adolescente, aunque el tiempo transcurrido no atemperó, para nada, la reacción de su madre: «¡Verdad que usted no tiene desperdicio, compadre!».
Reviví la historia, semanas atrás, durante los carnavales. Un animador de tarima, haciendo honor a un humor muy peculiar, dijo por el audio: «Por favor, a Juanito Pérez se le ha extraviado su papá. Aquel que lo encuentre que se lo devuelva aquí, que su hijo lo está esperando». Y me dije que, ciertamente, no son los pequeños quienes se pierden, sino los padres, cuando bajo la frase de: «No te muevas, que vuelvo enseguida», se van tras la espumosa falda de una cerveza o el «maletero» de un «Peugeut» rubio y montado en puyas.
Pero en día tan especial, quiero tocar a la puerta de otros padres mucho más perdidos, quienes se ausentan para siempre de la vida del pequeño o, en el mejor de los casos, son aquellos que los propios hijos rescatan luego, en su nostálgica vejez, y quieren recibir, entonces, la condescendencia que nunca tuvieron para el fruto de su carne, cuando este necesitaba de su savia y su rocío, escatimados a la sombra del más absoluto abandono.
El novelista canadiense Denis Lord dijo que «un padre no es el que da la vida, eso sería demasiado fácil, un padre es el que da el amor», de manera que el padre verdadero vale por cien maestros, porque educa para siempre. A veces el hombre más humilde es el que mejor herencia deja, en tanto esa sabiduría natural que lo acompaña pone en los cimientos del futuro igual dosis de amor y rectitud, de decencia y civismo, a contrapelo de quienes piensan que la complacencia, sin medida, es el mejor camino por resultar el más fácil.
Asumir esta vocación es más que dar carne y sangre. Con toda razón suscribo esa idea de que tener hijos no nos convierte en padres, como comprar un piano no nos hace pianistas. Para que el milagro obre, se precisa poner el corazón en la sintonía más fiel con el pequeño latido que, desde otro cuerpo, nos sorprende cada día; acorde exacto de la ternura; regalo inmenso del universo cuando recibimos, cada mañana, como lluvia bendita, una simple palabra, pero inmensa como el universo: «¡papá!».