La escena se montó tan rápida como casualmente. Horario pico en la salida de los trabajadores hacia sus hogares. Un ómnibus repleto de olores, calores, ruidos… y personas.
En medio de aquella rocambolesca trama de chismes de oficina, historias del barrio, comentarios de la novela de turno o disputas beisboleras, sobresalía una inteligible canción amplificada desde un pequeño equipo reproductor, mano en ristre de un joven con aspecto desenfadado.
Una enfermera algo entradita en años le pidió amablemente al muchacho que bajara el volumen del aparato, a lo que ripostó el interpelado con todo tipo de groserías y una «reguetónica» diatriba sobre sus «derechos humanos» para escuchar música donde le viniese en ganas.
Este fue el preámbulo de una discusión donde unos defendían el albedrío individual como premisa para el respeto colectivo y otros favorecían la fórmula inversa.
En aquella madeja psicosocial se podía identificar todo tipo de argumentos que traslucían sueños, sentimientos y valores de diversa índole, cual mapa de en qué cosas ponen muchos cubanos los condicionamientos de su felicidad personal.
Por fuerza mayor, la llamada «industria cultural» ha penetrado poco a poco los espacios de esta Isla, a través de una matriz de homogenización que la era globalizante lleva lo mismo hasta los gélidos ambientes de Groenlandia, la selva venezolana o un recóndito paraje de Viñales.
En las tiendas recaudadoras en divisa se ofrece ahora una de las últimas novedades de la industria del entretenimiento: radio-reproductores portátiles con entradas para memorias USB y tarjetas de almacenamiento de información, con facilidades y modelos variados, que pueden llevarse encima de diferentes maneras.
De pequeños o medianos formatos, esos medios pueden entregar música a un alto volumen y suponen una opción más económica para muchos compatriotas que, con una treintena de CUC, pueden escuchar sus melodías preferidas mientras dan la espalda a otros costosos reproductores que alargan más sus días en las vitrinas de las tiendas.
Evidentemente, es un derecho de cada cual escuchar las canciones de su gusto, sean buenas, malas o regulares, pero la civilidad y el entendimiento común aconsejan que esa prerrogativa no se ejerza desde la importunación al bienestar colectivo.
Difícil no resultará, porque de seguro quien tiene el dinero para comprarse uno de esos equipos también lo tiene para acceder a unos sencillos y cómodos audífonos, simple herramienta para disfrutar sin molestar a los demás.
En no pocos casos, tras esos que comparten a todo volumen sus gustos musicales en paradas, ómnibus, colas, calles e incluso en centros de trabajo o de servicios, se aprecia una necesidad de mostrar, de «lucir», cual si allí —en la ostentación de lo que se tiene y, en este caso, lo más ridículo, lo que se escucha— radicara el culmen de la realización personal.
Se trata de un comportamiento inquietante y ramificado en no pocos jóvenes y adolescentes, quienes ven esta satisfacción como «factor decisivo» de implicación o de realce dentro de un grupo, como mismo alguna vez pasó con el celular de última generación, una computadora o cualquier otra cosa que hiciera visible un «estatus superior».
Lo más preocupante es el tiempo y las energías que dedican no pocos a llegar a esas metas como supuesto alcance del bienestar pleno, mientras pierden de vista que se van convirtiendo en seres atomizados, desunidos o ajenos a proyectos integradores de voluntades en pos del bien común.
Cada uno de nosotros es una persona diferente con sus propias necesidades y el derecho de satisfacerlas. En eso consiste la individualidad. Una función integradora del pensamiento, lo sentimental y lo conductual, dependiente del estado espiritual del sujeto, de sus valores y su aspiración hacia lo trascendental, entiéndase la Patria, la Humanidad, la familia...
Pero es en la comunidad donde se realizan todas las actividades, sean de carácter material o espiritual. Ese es el espacio donde se reflejan las normas, los hábitos, las tradiciones y valores de la colectividad.