«¡Tira, tira, tira. Pero tira, caramba, tira. Dale, dale, tira!». Y el muy puñetero no reaccionaba. ¡Qué va! Aquello no era verdad, estaba en un estado de shock total. Cualquiera se lo podía esperar menos él, no le era fácil creérselo. Daba brincos de alegría, alzaba eufórico el guante como si fuera un trofeo. De repente se puso en cámara lenta, parecía una de esas computadoras abuelas de las Pentium cuando se bloquean, que por mucho que le das al mouse te dice «no responde» y no responde. Por fin... uno, dos, tres, cuatro, cinco minutos. Soltó la pelota «berreao» y salió corriendo. ¡Perdimos!
Como todo buen colega, mi colega y amigo José Antonio Fulgueiras, presidente de la Unión de Periodistas de Cuba en Villa Clara, se las ha ingeniado para narrar el suceso de una manera bastante rica y sacándole toda la lasca posible. Pero no creo que el Fulgue, ni la ingeniosa camarada Maylí Estévez Pérez, también testigo de aquella «talla» mayúscula, se nieguen la posibilidad de permitirle un acto de justicia a este joven reportero, en nombre de aquel jugador «estrella» que me ha pedido que lo defienda; que, por favor, sin mencionar nombre —porque pudiera morirse de la pena— salve la honrilla del center field más vociferado y desairado en la historia del softball y la pelota de manigua de la prensa villaclareña.
Todo ocurrió como sigue. Estadio 26 de Julio, a un costado del histórico Sandino santaclareño. Un choque entre las novenas del periódico Vanguardia y la emisora provincial CMHW, y la de Telecubanacán y algunas corresponsalías y plantas de radio municipales, se había anunciado con días de antelación. Había expectativas crecidas. Varias colegas con minifaldas y gorras se aprestaban a servir de simpáticas porristas. Y de animar a los jugadores, y de darles un masaje si era necesario, y de traerles agua y refrescarles la cara si les hacía falta, y de tirarles una foto para inmortalizar con aquella indumentaria insólita al team «Todos estrellas» de la noticia naranja.
Pasadas las diez de la mañana comenzó la pasión. Las posiciones en la defensa y el orden al bate no se pensaron dos veces. «Tú vas para primera base», «tú para segunda». «Lo tuyo es la receptoría», «y a ti te toca el center field», le indicaron al muchacho que, sin mucho que objetar, salió dispuesto a tirarse contra lo que hubiera que tirarse por tal de que la esférica no llegara al suelo.
El juego transcurrió sin mayores contratiempos. Bolas y bases por bola eran las que se sobraban. ¿Y ponches? De eso ni hablar. No obstante, hubo capítulos de uno, dos y tres... y hasta cuatro y más pelotazos propinados por dos lanzadores, uno por cada equipo, diseñados única y exclusivamente para la ocasión. Eran el terror de la lomita, la verdad. Lo mismo tiraban por arriba que por debajo del brazo.
La confrontación marchaba empatada cuando en la parte baja de la quinta entrada, que era la última, el equipo de Telecubanacán, en su rol de home club, puso hombre en primera. Había un out. Un sol de medio ganchete tenía a los muchachos del cuadro, pero más a los de los fields, en situación complicada: no veían nada, casi tenían que adivinar lo que estaba pasando. Y viene al bate un jugador peligroso, de esos que puede llevarse el cartelito de «malo de la película» y en otros turnos había colocado la pelota bien cerca de la cerca.
Primer lanzamiento: ¡bola! Segundo lanzamiento: ¡bola! El pitcher ya había dicho en el dogout que le dolía el brazo, que tenía hambre, que había un calor tremendo, que eran más de las 12; pero aun así estaba llamado a resistir. Aquí abridor y relevista eran la misma cosa. Ya después veríamos lo de la bolsa de agua fría.
Tercer lanzamiento: ¡bola otra vez! Conteo peligroso. Ahora vendrá por el centro, de eso no hay dudas, se dijo el bateador confiado. Y así fue. Un empinado fly cobró entonces fuerza y altura. Al avistarse que la pelota caería en el área, le corrieron atrás varios jugadores. Sin embargo, el jardinero central era el mejor ubicado y sabía que ese sería su momento. «Yo, yo, yo, yo», gritó convencido. Abrió el guante, cerró la mano y... «¡la tengo, la tengo!», pronunció inquieto, saltador, todavía medio incrédulo.
Pero mientras él experimentaba una de las emociones más intensas de su vida, los jugadores de su equipo le solicitaban con roña que lanzara para coger el segundo out de aquella entrada. En el éxtasis total, el muy desorientado no se acordaba del corredor que estaba en primera, quien iba ya llegando casi a home cuando le arrebataron la pelota.
«¡Quieto!». Abrió las manos el árbitro tras aquella anotación sensacional, un pisicorre loquísimo en un juego que no era ni softball ni pelota ni ocho cuartos. Aquello se inscribía como una nueva modalidad, todo un clásico en los anales jocosos de los hombres «valientes» del músculo y la información en la más central de las provincias.
«Al menos fue una mañana divertida», le dije luego al amigo del fildeo, que había quedado medio bravo. «No te desanimes, muchachón», le palmoteé en el hombro, al tiempo que me dije: «Si tú supieras, mijito, que pudo haber anotado hasta el mismísimo ampaya, hasta los coachs, hasta las porristas que casi pierden la garganta, hasta el escaso público si hubiera bajado de las gradas...».