CARACAS.— Qué impredecible es esta vida. Qué trampas nos lanza, a veces solo para enseñarnos que somos súbditos de las circunstancias y que cualquier previsión puede tornarse vapor o humareda.
Lo escribo porque, tal vez como otros, estaba esperando esta fecha para sentir la fiebre de su cuerpo en su cumpleaños. Quería verla, tocarla, mirarle su anatomía danzando, entre tragos y músicas, en la plaza o más allá de la plaza.
Deseaba mirarle el rostro retocado a raíz de la fiesta; observarla brillar a la vera del río —antes ancho, ahora delgado— que la ha bañado en tantas ocasiones. Aspiraba a deslizarme por su piel indescriptible antes que otros llegados de distintas latitudes fueran a besarla y admirarla.
Pero no puedo estar allá. No puedo. Sé de ella por las noticias constantes y a veces maratónicas, que remueven recuerdos, empapan gorriones, reafirman la incapacidad de volar.
Entonces me consuelo en sus presencias, pensando en todo lo que tengo de esa ciudad que hoy cumple 500 años, pero que triplica en historia esa cifra que nos recuerda la sombra colonizadora. Ando aquí con sus leyendas, que son como parábolas; no solo las leyendas de libertadores a lomo de caballo, sino también las de luces que proyecta Hatuey en su rebeldía.
Veo sus fuegos; no solo los de la quema gloriosa y asombrosa que la redujo a vigas llameantes e hizo decir a los españoles: ¡están locos!, también los de la primera canción trovadoresca y romántica, los del primer Himno, los del primer Gobierno Revolucionario, los de la primera Plaza de la Revolución, los de la primera ciudad libre...
Me sumerjo en los poemas de Zenea, fusilado y nunca bien estudiado; o en los versos de Palma, reclutador de Máximo Gómez en El Dátil. Veo el piano de Perucho incinerado por él mismo en ese incendio de enero y me digo qué grandeza la de aquella generación, que de los espacios señoriales se fue a vivir debajo de las palmas y a cocinar entre sonidos de grillos y sinsontes por aspirar a la libertad.
Miro a los que tienen pocas estatuas allá y nunca deberían ser estatuas sino seres vivos: Maceo Osorio, Aguilera, Rosa La Bayamesa, Adriana del Castillo, Luz Vázquez... el mismísimo Carlos Manuel, padre, patricio y primogénito.
Pero me convenzo de que Bayamo no solo es pretérito; es también campanada actual para otras ciudades que se quedaron en almohadas; es imperfección de calles en Manopla, «Jabaquito» o «Cajiga», que acentúa lo mucho que le falta todavía por crecer; es el paseo de General García abarrotado o en calma, y la cera hecha vida y personaje en un museo único en Cuba.
Bayamo es el ajedrez en los corredores que en tantas oportunidades me hizo madrugar, es el parque museo antes cuartel, el helado cremoso aunque con inconstancias, la rosquita y el casabe ocasional, el piano bar...
Es la nacionalidad verdadera, un altar, un coro que se ufana de su profesión; cuna de juglares; una plaza que tiene nombre de nación, es el símbolo que se lleva en la garganta, la mujer más bella de esta tierra con sus vaivenes, es la gente hecha orgullo sano, humildad, palabra campesina, amor.