En caso de una guerra, quisiera compartir la trinchera con personas auténticas como José Antonio Fulgueiras, alias Machete; por la misma razón que evitaría a ciertos personajes que no me ofrecen confianza ni para morir juntos. Y cualquier cubano sabe qué se dirime, de la condición humana y de la hombradía, en una trinchera…
Pero no hay que ser tan trágico. Prefiero seguir disfrutando en la paz de una amistad intermitente y a distancia con Fulgueiras, un brillante cronista hecho a tropezones de la vida y del miocardio, como suelen brotar los cuenteros silvestres por los caminos polvorientos, por muchas cátedras, academias y doctorados que persistan en diseccionar ese insólito, y más humano de los géneros periodísticos: la crónica.
El Fulgue, reportero de larga data allá en Villa Clara, ya en el rotativo local Vanguardia, ya de corresponsal de Granma en el territorio; líder, más que presidente de la Unión de Periodistas de Cuba en esa provincia por dos mandatos. El Fulgue es una clase iconoclasta del periodismo y la vida mundanos y alegres, que tanto se han extraviado de las redacciones de hoy.
Disfruté con creces y reafirmé muchos credos con la última travesura de Machete: su libro Periodista de provincia, editado en 2012 por el sello villaclareño Capiro. Una colección de crónicas díscolas y hondas a la vez, acerca de sus interioridades y vericuetos en este, «el mejor oficio del mundo», según Gabriel García Márquez.
En esos relatos hilarantes de criollez y desenfado, transidos de disparatados y nobles personajes de pueblo junto a ilustres y señeros, emerge el retrato de una época romántica del periodismo cubano, en la cual muchachos humildes como Machete, salidos de los campos y pueblos de Cuba, se lanzaron vírgenes de técnicas y teorías a las enmarañadas selvas del periodismo, por pura intuición y sentimiento. Luego, conectarían ese empirismo, y lo pulirían y refinarían con los estudios universitarios, a la inversa de muchos colegas de hoy.
Con estas accidentadas peripecias de un periodista de provincia, que no provinciano, Fulgueiras nos alerta de ese talante que jamás puede perder un reportero, y mucho menos el cronista: la sencillez —que no simpleza— de acercarse de tú a tú a la realidad, desde bien abajo; y no parapetarse en atalayas a mirar por encima del hombro.
El cronista, ese que no usa corbatas ni portafolios, y anda por la vida encueros y con las manos en los bolsillos del alma —como dije un día—, tiene en el Fulgue, en sus estampas costumbristas y jocosas, un referente inevitable.
En esta era de las tecnolatrías, con tantas tecnologías de la información y artilugios de la inmediatez, los pichones de periodistas que egresan tan bien preparados de las universidades, necesitan de estas evocaciones, de estos viajes a la semilla de tantos aciertos y desaciertos en la profesión, para descubrir qué caminos les abrieron otros, a pura pasión y compromiso.
Leyendo esas crónicas atrevidas, entre la risa y la carcajada por momentos brota un hilillo de nostalgias por un mundo de convivencias y enredos, de reporterismo cara a cara por guardarrayas y caminos, que ha ido desapareciendo.
Y reviviendo las desenfrenadas peripecias de Fulgueiras, sentí añoranza por un periodismo de bohemia y cofradías, de tertulias, y de cierres olorosos a tinta y plomo en los talleres. Porque hoy las redacciones andan mudas y solitarias, y cada quien envía desde su casa, o anda delante de ti ensimismado, navegando por los mares procelosos de la información digital.
De todas maneras, allí estará Fulgueiras siempre abriendo trillos del periodismo encaramado en la moto jurásica del inefable Efraín Sacerio, desafiando todos los peligros. Allí estará junto a tantos entrañables «Sacerios», confesándonos, tras una palabrota al viento, que el Periodismo es una carrera para ascender. Sí, para ascender a los bajíos de la gente sencilla y común.