Nunca había visto una bruja de cerca hasta ese día milagroso. Llevaba un sombrero negro, la nariz pintada y la picardía en cada gesto.
No era ni por asomo alta, como había imaginado a las hechiceras de esta vida. Se movía entre telarañas enormes o carabelas colgantes, y en sus oscilaciones corporales la noté demasiado joven, casi niña.
Preparó la pócima encantadora con ancas de rana, partes de lagartija y otros inventos que solo los magos conocen. La sazón, la dio a probar a unas principiantes de brujas, mucho más pequeñas que ella. Después, usando sus trucos, se la embutió a la reina, impúber también.
Ahí empezó el enredo, porque la encantadora ocupó el lugar de la soberana, y el rey, que había perdido los espejuelos, no advirtió el cambio de su esposa, como tampoco lo hizo su hipnotizado chambelán.
Y si todo no terminó peor fue porque apareció en su corcel el príncipe Pepito, astuto como el de los cuentos, quien encontró a su mamá en las penumbras, trajo los anteojos extraviados a su padre y el orden nuevamente al reino.
Para qué decir en qué se convirtió aquello cuando se hizo justicia y la celebración subsiguiente. Lo cierto es que esa jornada se juntaron en Caracas decenas de personajes extraños, cómicos o especiales, que embelesaron a los que estábamos mirándolos sobre las tablas de la sede principal de la Colmenita Bolivariana.
Luego de la ovación a coro, de los aplausos de pie y la tremenda catarsis, Abel Prieto Jiménez, quien estaba allí entre los emocionados, tomó el micrófono para contar cómo Chávez, al ver a los colmeneros cubanos, se impactó tanto que «empezó a soñar como los grandes soñadores» y creyó posible llevar esa misma miel a Venezuela.
Mientras lo escuchaba desde la segunda fila, pensé en la proyección de ese Gigante de América, pues hoy su país posee 18 panales desprendidos de la colmena principal, diseminados en nueve estados, en los que actúan más de 1 260 niños y adolescentes.
También habló, abrazado de una brujita de cinco años y del rey, Kenny Ortigas Guerrero, un instructor de arte camagüeyano que se batió con el aguijón y sus alas futuristas para que la colmenita vuele todo lo lejos posible. Dijo, estremecido, que el viernes retornaba definitivamente a Cuba y que, a esa hora, los sentimientos ya no le cabían en el cuerpo.
Entonces todos los del reino, los de Brujulandia, los de la colmena toda, bajaron a besar al público con sus disfraces y sus ocurrencias. Y los presentes sentimos un vapor de satisfacción, de cariño... por ese desenlace original.
Pero no fue el fin, al menos para mí. En las afueras encontré a Marloidys Bergolla, una villaclareña que ha echado en la colmena la misma voluntad que Kenny. Se iba el viernes también; tenía los ojos nublados.
Me contó que otros cubanos —Martha, Dustin y Dana— habían sido los pioneros en formar brujas, reyes, zánganos, príncipes y abejitas en Caracas. Que esa última función le había sacado las lágrimas, como la despedida inesperada de hace una semana.
La entendí. Los niños —ya niños sin disfraces— empezaron a salir del teatro. Y yo, conteniendo los saltos interiores, debía irme para escribir estas líneas llenas del hechizo colmenero y de la encantadora bruja.