CARACAS, Venezuela.— Lamentablemente, la respuesta a la interrogante del título de estos párrafos no resulta negativa. La derecha de este país y varios sectores retrógrados del exterior mantienen su afán de descarrilar por cualquier vía —incluyendo el asesinato de altos dirigentes políticos— el proceso de la Revolución Bolivariana.
Algo debe quedar claro a la hora de responder con seriedad tan delicado asunto, más allá de mencionar la efectividad de los organismos de seguridad e inteligencia: la probabilidad no existiera si hoy no existieran intenciones. O si la vida hubiese demostrado que los planes para ejecutar ese tipo de crimen salieron de la fantasía.
A finales de julio, el ministro del Poder Popular para Relaciones Interiores y Justicia, Miguel Rodríguez Torres, denunció los proyectos ideados fuera de Venezuela para que el 24 de ese mes un francotirador atentara contra la vida del presidente Nicolás Maduro, una macabra empresa en la que estarían involucrados el ex presidente de facto de Honduras Roberto Micheletti, el ex mandatario colombiano Álvaro Uribe Vélez y el ex candidato presidencial perdedor Henrique Capriles Radonski.
«Los planes de asesinar a Maduro son financiados por Luis Posada Carriles, y por un hombre llamado Many y por miembros del Frente Patriótico Anticomunista de Miami», dijo Rodríguez y acotó que el homicidio «tenía un costo de 2,5 millones de dólares».
Pero acaso el aviso más grave del Ministro y que no debe perderse de vista llegó al final de sus declaraciones. «Tienen puesto el ojo en el Gobierno de Calle para atacar a Nicolás Maduro (…) los planes de magnicidio van a seguir andando», puntualizó Rodríguez quien, por cierto, ha adelantado que presentará pronto nuevas evidencias.
Esas revelaciones se entrelazan con las del ilustre periodista José Vicente Rangel, quien en su artículo Prueba de fuerza, publicado hace poco en el periódico Últimas Noticias, señalaba con ejemplos que la hoja de ruta del liderazgo opositor no tiene que ver nada con la democracia y mucho menos con el Estado de Derecho.
«En el fondo la política de la dirección opositora es fascismo puro. Reacción típica en la desesperación que la invade. La adopción de formas de lucha propias de la tentación totalitaria, siempre late en la ideología de derecha, así se disfrace de democrática, como ocurre en Venezuela desde el inicio del proceso bolivariano con el acceso de Chávez a la presidencia. (...) Por eso el esfuerzo destinado a resolver el desafío con la violencia», escribía el ex vicepresidente de la República.
No se trata, por tanto, de un acto aislado contra un líder específico de las fuerzas revolucionarias, como Nicolás Maduro Moros. Es una filosofía diseñada a priori, que proseguirá en el futuro al margen de nombres.
Una filosofía que apuesta al ciclo boicot económico-crisis-llamado a lanzarse a la calle-desestabilización-magnicidio. Aunque cualquiera de esos elementos pudieran ir antes o después, porque al final el objetivo apunta al derrocamiento.
Sería un error olvidar que luego del golpe de Estado de 2002, el paro petrolero posterior y la guarimba subsiguiente, la oposición apostó al referendo revocatorio de agosto de 2004 y en medio de los preparativos para la consulta popular, llegó nuevamente a la desesperación cuando algunos de sus integrantes cobijaron en mayo de ese año, en una finca ubicada en El Hatillo, no lejos del corazón de Caracas, a decenas de paramilitares colombianos que fueron capturados antes de consumar sus propósitos de asesinato a Hugo Chávez.
El peor escenario ante tales realidades pasadas y presentes está en que las fuerzas revolucionarias se confiaran, dejaran de denunciar los planes, o hicieran caso a las tácticas de la oposición, que siempre, ante una denuncia de posibilidad de magnicidio, acusa al Gobierno de orquestar una maniobra de distracción para «encubrir los graves problemas del país».
El discurso «pacifista» de Capriles, que enarbola con total hipocresía, puede confundir —lo ha hecho— a algunos.
Por eso, la Revolución necesita ir a los planos de la ofensiva, argumentar más, denunciar tanto dentro como fuera de la nación, seguir trabajando en la calle, mantener la guerra contra la corrupción y jamás caer en la trampa mortal de la confianza.