Hay ronquera en mi barrio, hay voces que todavía no se entienden claramente, hay gargantas dolidas. Y no es catarro ni faringitis ni problemas en las cuerdas vocales...
También hay calderos de la vecindad que se dispusieron para que cambiaran de algún modo la forma. Hay cucharas algo jorobadas por el capricho de un toque medio poseído, alocado. Un jarro apenas con rayas en el exterior ha perdido casi por completo su esmalte rojo.
No lo he visto, pero lo intuyo casi convencido: hay lavadoras por las que esperan pulóveres, gorras y otras indumentarias de color naranja, piezas que acabaron húmedas, más bien empapadas, tras la emoción sudorosa de sus dueños, quienes corearon, bailaron y se hicieron artífices de una «imparable» expectativa: «santa», «clara».
Hay gente que no miró el reloj, pero sabe al menos decir un aproximado de la hora, o de las horas, porque hubo más de una: la del triunfo, o la del sueño tantas veces postergado, la del abrazo y la lágrima del drama, la de la mala palabra inevitable en ese instante final, acompañada de un «ahora sí, ahora sí lo logramos», la del Héroe aficionado, fundido en el recuerdo y la «campeona» condición de sus cuatro hermanos, la del jonrón que nos paró de punta y las oportunidades que condecoran, equilibran y desquitan, la del arbitraje cuestionable que afeó minutos de lo decidido.
Hay un tablero de voladores quebrado todavía a unos metros de la calle, después de una noche que relució por el artificio de unos fuegos de bengala, expresión de brillo, añoranza y realidad populachera y contagiosa, no deshecha ni pospuesta esta vez, sino vivida, enteramente vivida.
Es verdad que uno nunca llega a saber al dedillo de nadie, uno se aproxima, pero, ¿conocer?, ¡qué va! ¿Quién me iba a decir que los más silenciosos y tímidos se mezclarían exaltados, entre tanto desahogo, con los más entusiastas, los más emprendedores, los más impulsivos? ¿Quién me sentenciaría que lejos de un estadio Sandino abarrotado, eufórico y ávido por una corona mostrada hace tres años en sus propios predios, pero que le fue esquiva, se reproducirían igualmente impaciencias, abucheos y alegrones no aptos para hipertensos?
Ah, las pasiones, las pasiones cuando se matizan con identidad, tienen eso: que se desatan como manantial, que nos desamparan de toda quietud, que nos enceguecen, nos exorcizan y nos llevan por los trillos de la agitación más insospechada.
Ya no hace falta decirlo en las primeras líneas ni en el titular, porque se sabe como sentencia «clara» de una «villa», cuya perseverancia en la tradición beisbolera de Cuba ha sido históricamente algo central, más allá de la coincidencia geográfica.
Hay una provincia y su gente, aquí y allá, aún emocionada, hay un equipo ganador y un nuevo campeón en la pelota nacional. Hay ronquera por estos días en mi barrio que no se cura con antibióticos ni con miel de abeja ni con romerillo. Solo se alivia cuando se paladea, como recompensa del malestar físico por los alegres gritos, la jugosa ganancia de un dulce cítrico.